Cada
mañana el sol sale y el mundo se da cuenta de que una vez más la noche ha sido
vencida. Cada otoño la vida se adormece, sí, pero para despertar más adelante,
pasado ya el invierno, en ese ciclo nuevo que nos trae la primavera. Es el
empuje de la vida. Es el milagro diario del día que renace, de la hierba que
brota, del hombre que tiene una oportunidad más para ordenar su vida. Lo malo
es que nos hemos acostumbrado; la rutina nos ha hecho perder la capacidad del
asombro. Y, para volver a descubrir –y agradecer- tantas maravillas, hay que detenerse,
y pensar.
Justo a eso –a pensar- nos invita hoy toda la liturgia de la
Palabra de este domingo, el penúltimo del tiempo ordinario, al decirnos que
llegará un día en que no habrá más leña que echar en la hoguera del tiempo: La luz del sol se apagará, caerán del cielo
las estrellas y el universo entero se conmoverá[1].
Será el último atardecer. No habrá ya más amanecer, ni más cosechas, ni más
reverdecer de primaveras. Todo habrá acabado. ¿Todo? Eso parecía. Pero, de
entre tanta destrucción y tanta muerte, como brotando de la entraña misma de
tanto dolor, emerge una figura para muchos inesperada: Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes del cielo con
gran poder y majestad[2].
No eran, pues, dolores de muerte, sino de parto. Esa noche, que seguirá al
último atardecer, no quedará instalada para siempre como señora universal de la
historia sino que deberá dar paso a un nuevo Día, diferente y definitivo,
¿habrán pensando esto Pedro y Magdalena en la mañana de la resurrección?
Hoy podemos preguntarnos en nuestra oración qué cosas –de todo lo
que vemos, de todo lo que existe- permanecerán ese último día, y cuáles serán,
por el contrario, arrastradas por el tiempo en su caída… ¿Qué habrá sido de
aquellos que crucificaron a Jesús? ¿Dónde estará en aquel día el poder del
dinero que hoy parece llevar las riendas del mundo? ¿Dónde el ejército de los
violentos que hoy dominan, imponen, esclavizan? No quedará de ellos –dice el texto sagrado- ni rama, ni raíz[3].
En cambio, aquel Hijo del hombre que no tenía dónde reclinar la cabeza[4],
indefenso ante quienes lo mataron, partidario del amor y del perdón, aparecerá sentado
a la derecha de Dios. Y esta luz nueva va dando a las cosas, a la gente, a la
vida un sentido diferente; lo va colocando todo en su sitio.
Es bueno que nos dejemos bañar por esa luz. Es importante que nos detengamos
un momento a pensar dónde está anclada nuestra esperanza, o en qué punto de
apoyo estamos haciendo descansar nuestro corazón. Es importante que pesemos en
esa balanza los esfuerzos que hacemos, las preocupaciones que nos asaltan, la
amargura que, tantas veces nos paraliza. Sería triste que, el día menos pensado
nos encontráramos con que hemos vivido aferrados a cosas que se van a ir
también en ese último atardecer[5],
que no olvidemos, pues que el cielo y la
tierra pasarán[6],
pero el Señor y su amor permanecerán para siempre •
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