Finaliza
el ciclo litúrgico y el siguiente domingo –el primero de Adviento- vuelve a
comenzar un ciclo nuevo. De la mano de la liturgia hemos hecho un largo
recorrido que inició en el Adviento del año pasado (30 de Noviembre, 2014), y nos
puso en una actitud expectante ante un Cristo que venía y viene nuevamente a cumplir
nuestras esperanzas. En la solemnidad de la Navidad la liturgia nos llevó a ver
al Señor hecho niño, para que surgiera de nuestro corazón la fibra más sensible
y le diéramos acogida tanto a Él como al hermano necesitado. Durante el llamado
Tiempo Ordinario –que empezó el 11 de Enero con la fiesta del Bautismo del
Señor- a través de la lectura del evangelio dominical fuimos testigos de los
hechos y palabras más relevantes de la vida pública del Señor. Éste año litúrgico,
a través de los ojos y las palabras de san Marcos[1] vimos y oímos la vida de
Jesús a quien el mismo autor sagrado presenta así al comienzo de su evangelio: Evangelio de Jesucristo, el Hijo de Dios[2].
La liturgia del Triduo Pascual, que celebramos en la
primera semana de Abril, nos invitó a meditar en la pasión muerte y
resurrección del Señor, y en la cincuentena pascual a vibrar con la certeza de
que su vida de resucitado se nos ha entregado sacramentalmente para que, también
en nosotros, ni la muerte ni el pecado tengan la última palabra, ¡qué gran
maestra es la liturgia, qué agradecidos deberíamos estarle y cuán necesario se
hace el silencio para entenderle!
Uno de los signos más importantes de la liturgia
cristiana es el silencio. No se trata de un silencio cualquiera, sino de un
silencio sagrado. Romano Guardini lo describió así: «Si alguien me preguntase
dónde comienza la vida litúrgica, yo respondería: con el aprendizaje del
silencio. Sin él, todo carece de seriedad y es vano…; este silencio… es
condición primera de toda acción sagrada»[3].
El silencio no se puede entender sin su polo
opuesto, el hablar. El silencio sólo se puede dar en aquél que puede hablar.
Los animales emiten sonidos pero no hablan, por eso en ellos no puede haber
silencio. Esto indica que el silencio no es ausencia de sonidos sino una “no
palabra”. «Sólo puede hablar con pleno sentido quien también puede callar; si
no, desbarra. Callar adecuadamente sólo puede hacerlo quien también es capaz de
hablar. De otro modo es mudo». Es necesario recuperar el silencio para
recuperar la palabra, porque de la tensión entre ambos se engendra la verdad,
esa misma verdad sobre la que pregunta Pilatos a Jesús[4].
De la liturgia esperamos precisamente esto, que nos
ofrezca el silencio activo en el que encontremos a Dios y nos encontremos a
nosotros mismos. Por eso el silencio no es un gesto sino un signo. El silencio
en la liturgia lo envuelve todo, lo tamiza todo. Aun así, dentro de este
ambiente de “silencio” que lo envuelve todo, en la liturgia hay dos breves
momentos de silencio importantes: el que sigue a la homilía (cuántas veces el
sacerdote termina la homilía y comienza a rezar el Credo de camino a la sede…)
y el que sigue a la Comunión. Éste es el más significativo y útil ya que es un
momento privilegiado de adoración íntima, de encuentro con el Cristo que se nos
da en la Palabra y en su Cuerpo. En este momento de la celebración está todo
dicho, ya no hay más palabras: Cristo se nos ha dado y se ha obrado el milagro
de su consagración, aquí sólo cabe la actitud que expresa santo Tomás de Aquino
en el Pange lingua: «Que la lengua
humana cante este misterio… Dudan los sentidos y el entendimiento, que la fe lo
supla con asentimiento… Himnos de alabanza, bendición y obsequio…»[5] •
[1] La
Sagrada Escritura ha sido dividida, desde el Concilio Vaticano II, en tres
ciclos completos de lecturas, de tal manera que quien asistiera a Misa todos
los días, durante tres años seguidos, conseguiría escuchar casi toda la Palabra
de Dios.
[2] 1,
1.
[3]
Romano Guardini (1885- 1968) fue un autor, académico, sacerdote católico y
teólogo italiano.
[4] A.
L. Martínez, Semanario Iglesia en camino,
Archidiócesis de Mérida-Badajoz, n. 231, año V, 23 de noviembre de 1997.
[5]
Pange Lingua es un himno eucarístico escrito por santo Tomás de Aquino
(1225-1274) para la festividad de Corpus
Christi (Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo). Este himno
también es cantado el día del Jueves Santo, durante la procesión desde el altar
hasta el monumento donde la reserva queda custodiada hasta el día siguiente,
(Viernes Santo); también es el habitual en todas las procesiones eucarísticas.
Las dos últimas estrofas de este himno, el Tantum Ergo, son cantadas como
antífona antes de la bendición solemne con el Santísimo, efectuada al finalizar
las adoraciones eucarísticas.
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