La solemnidad de Todos los Santos comenzó a celebrarse a
finales del siglo IX, y es una celebración que resume y concentra en un día
todo el santoral del año, pero que principalmente recuerda a los santos
anónimos sin hornacina ni imagen reconocible en los retablos, a esos innumerables
testigos fieles del Evangelio y seguidores de las Bienaventuranzas[1].
Esta solemnidad celebra a los que han sabido hacerse pobres en el espíritu, a
los sufridos, a los pacíficos, a los defensores de la justicia, a los
perseguidos, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, o si se prefiere,
digámoslo con palabras más modernas: hombres
y mujeres, de toda raza, edad y condición, que se desvivieron por los demás,
que vencieron el egoísmo, que perdonaron siempre.
Era Bernanos quien decía: “He perdido la infancia y no
la puedo reconquistar sino por medio de la santidad”[2].
¿Qué es, pues, la santidad? La santidad es vivir día a día, en medio de los
problemas y las alegrías el espíritu de las Bienaventuranzas que acabamos de
escuchar en el evangelio. Vivir en pobreza, mansedumbre, justicia, pureza, paz,
misericordia, en apertura y donación.
Santidad es tener conciencia efectiva de ser hijo de
Dios, es decir, tomar conciencia de nuestra filiación divina (término precioso
que se ha perdido en medio de adornos y glosas), tal como lo decía el Papa
Paulo VI: “«Podemos pensar que nuestro pecado o alejamiento de Dios enciende en
él una llama de amor más intenso, un deseo de devolvernos y reinsertarnos en su
plan de salvación [...]. En Cristo, Dios se revela infinitamente bueno [...].
Dios es bueno. Y no sólo en sí mismo; Dios es -digámoslo llorando- bueno con
nosotros. Él nos ama, busca, piensa, conoce, inspira y espera. Él será feliz
-si puede decirse así-el día en que nosotros queramos regresar y decir:
"Señor, en tu bondad, perdóname. He aquí, pues, que nuestro
arrepentimiento se convierte en la alegría de Dios”[3].
Santidad es pluralidad y apertura. Cada uno debe
seguir a Cristo desde sus propia circunstancias y desde su nación, raza y
lengua, en los días felices y cuando la tribulación arranca lágrimas del
corazón; en la soledad del claustro o en la agitación de la vida en ciudad; en
la buena y en la mala salud. Santidad es descubrir el espíritu de alabanza y
paz que debe animar toda la existencia.
La santidad, en menos palabras, es una aventura, un
riesgo que vale la pena correr. La transformación del mundo la han hecho
fundamentalmente los santos con su testimonio de vida coherente y alegre, de
sencilla, sin latinajos ni grandes palacios; hombres y mujeres que con su vida
diaria nos enseñan la maravilla que supone que Jesucristo, el Santo de los
Santos, sea el centro de la existencia •
[1]
En un principio, sólo los mártires y San Juan Bautista eran honrados por un día
especial. Otros santos se fueron asignando gradualmente, y se incrementó cuando
el proceso regular de canonización fue establecido; aún, a principios de 411
había en el Calendario caldeo de los cristianos orientales una Commemoratio Confessorum para el viernes. En la Iglesia de Occidente,
el papa Bonifacio IV, entre el 609 y 610, consagró el Panteón de Roma a la
Santísima Virgen y a todos los mártires, dándole un aniversario. Gregorio III
(731-741) consagró una capilla en la Basílica de San Pedro a todos los santos y
fijó el aniversario para el 1 de noviembre. Gregorio IV extendió la celebración
del 1 de noviembre a toda la Iglesia, a mediados del siglo IX.
[2]
Georges Bernanos (1888 - 1948) fue un novelista, ensayista y dramaturgo
francés. En su primera novela, Bajo el
sol de Satanás (1926), ya están patentes sus preocupaciones religiosas.
Bernanos ahonda en la psicología del hombre donde tiene lugar el enfrentamiento
entre el bien y el mal, la fe y la desesperación. Publicó, entre otros títulos,
La alegría, Los grandes cementerios bajo
la luna y Diario de un cura rural (1936).
[3]
Homilía (23 junio 1968): Insegnamenti,
VI (1968), 1176-1178.
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