Decía Gabriel Marcel que «sólo hay un sufrimiento y es el estar solo»[1].
La afirmación puede parecernos un poco exagerada, pero lo cierto es que para muchos
hombres y mujeres de hoy la soledad es el mayor problema con el que tienen que
enfrentarse todos los días.
Aparentemente estamos mejor comunicados con el mundo y con los demás; los
medios de comunicación se han multiplicado de manera insospechada, el teléfono
permite mantener una conversación con las personas más distantes. Se impone lo
público sobre lo privado. Se habla de asociaciones de todo tipo, círculos
sociales, relaciones públicas, encuentros. Pero todo ello no impide que una
soledad indefinida, difusa y triste se vaya apoderando del corazón de muchos
hombres y mujeres de todo el mundo: hogares donde las personas se soportan con
indiferencia o incluso agresividad. Niños que no conocen el cariño y la ternura
o ¡ay! crecen al calor de las personas que dan algún servicio en la casa, jóvenes
que descubren con amargura que el encuentro sexual puede encubrir un egoísmo
engañoso, amantes que se sienten cada vez más solos después del amor, amistades
que quedan reducidas a cálculos e intereres…
Poco a poco hemos ido descubriendo poco a poco que la soledad no es
necesariamente el resultado de una falta de contacto con las personas. Antes
que eso, la soledad puede ser una enfermedad, y enfermedad del corazón. Si mi
vida es un desierto, el mundo entero es un desierto, aunque esté poblado de
toda clase de gentes.
Son, pues, muchos los factores que pueden llevar a una persona a ese
aislamiento interior que se expresa en frases cada vez más oídas entre
nosotros: “Nadie se interesa por mí”. “No creo en nadie”. “Que me dejen solo.
No quiero saber nada de nadie”.
Hasta aquí la radiografía. Para superar el aislamiento, es necesario
abrirnos de nuevo a la vida y a ésa parte religiosa que todos tenemos (todos
¿eh?). Aceptarnos a nosotros mismos con sencillez y verdad como criaturas
limitadas y necesitadas de una interacción con el Creador. Y luego escuchar el el
sufrimiento y la alegría de los demás. Romper el círculo ese tan obsesivo de
“mis problemas” para interesarnos por los dolores de los demás. Recuperar la
confianza en los gestos amistosos de los otros por muy limitados y pobres que
nos puedan parecer. Y, atención, todo lo anterior sin pensar que la fe es el
único un remedio terapéutico que pueda prevenir o curar la soledad. No es así.
La fe ayuda muchísimo, pero no lo es todo. Los creyentes estamos sometido, como
cualquier otro, a las tensiones de la vida y las dificultades de la relación
personal, lo que hacemos con la fe es encontrar en ella –en la celebración
litúrgica, por ejemplo, en el diáogo silncioso con Dios- una luz, una fuerza,
un sentido, una energía para superar el aislamiento, la soledad y la
incomunicación. Justo como el hombre aquel hombre sordo y mudo, incapaz de
comunicarse, del que nos habla hoy el evangelio, aquel que escuchó un día la
palabra curadora de Jesús: efetá, ábrete[2], y su vida cambió para siempre.
[1]
Gabriel Marcel (1889-1973) fue un dramaturgo y filósofo francés. Sostenía que
los individuos tan sólo pueden ser comprendidos en las situaciones específicas
en que se ven implicados y comprometidos. Esta afirmación constituye el eje de
su pensamiento, calificado como existencialismo cristiano o personalismo.
[2] J. A.
Pagola, Buenas Noticias, Navarra
1985, p. 225 ss.
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