Dura es la realidad de la muerte, tremenda e inevitable. Si
toda muerte es incomprensible, ya que no sabemos por qué morimos o para qué
vivimos si al final hemos de morir, especialmente absurda y trágica nos parece
la muerte de alguien joven. Esa es la realidad que nos presenta hoy la liturgia
de la Palabra.
Y ¿qué podemos decir nosotros ante la muerte? ¿Acaso
tiene sentido, algún sentido, alzar la voz y la protesta? Y si no tenemos nada
que decir, ¿podemos escuchar al menos alguna palabra de vida y en favor de la
vida? ¿Qué dice a todo esto, qué nos dice la palabra de Dios?, ¿o acaso Dios
también calla ante la muerte? La palabra de Dios nos dice, en primer lugar, que
El no hizo la muerte ni se recrea en la
destrucción de los vivientes, porque Dios
es amigo de la vida. Nos dice también que Jesús resucita a los muertos y
que Él mismo ha resucitado. Ante la ruina de la muerte y su desolación, la
palabra de Dios pone en pie nuestra esperanza y nuestra dignidad. Por eso es
evangelio ¡buena noticia! ¿Qué debemos hacer? Si el miedo a la muerte paraliza
la vida y nos hace vivir como muertos, la superación de ese miedo por la fe en
Jesucristo debiera ser el anticipo de la vida eterna y ayudarnos a vivir
intensamente. ¿Es así?, ¿es la fe cristiana una fuerza de vida y en favor de la
vida?
Nuestra esperanza ha de ser algo más que un consuelo
en situaciones límite (ante la muerte) y en modo alguno una evasión en la vida
temporal. Todo lo contrario: nuestra esperanza ha de mostrarse en cada tiempo,
en cada situación, como una esperanza viva y en favor de la vida. Nuestra
esperanza es una lucha (en algunas temporadas lucha diaria) en contra de todo
lo que entristece a los hombres y destruye la convivencia.
Si creemos lo imposible, es para hacer posible la vida
para todos. Y quien dice esto dice solidaridad, es decir, no tiene ningún
sentido decir que creemos en la vida eterna y, al mismo tiempo, hacernos la
vida imposible en este mundo.
Lo que siempre se ha visto, lo más viejo del mundo, lo
que está en la raíz de todas las desigualdades, lo que corrompe las relaciones
humanas, lo que siega la hierba bajo nuestros pies es el egoísmo[1].
Y contra ese egoísmo está la novedad del amor. De un amor que hay que inventar
cada día, para acercarnos los unos a los otros. El amor cristiano no puede
realizarse solamente organizando segundas colectas o rellenando papeles donde
se lleva la cuenta de la vida espiritual. Debemos ser mucho más comprometidos.
El amor cristiano nos urge a comprometernos con todos los hombres de buena
voluntad que luchan por la auténtica igualdad y buscan una tierra en la que
habite la justicia y produzca el fruto de la paz. Para que se cumpla lo que
dice la Escritura y recuerda Pablo a los corintios: Al que recogía mucho, no le sobraba; y al que recogía poco no le
faltaba".
Empeñarnos en esto es creer que Dios resucita a los
muertos, es dar testimonio de la resurrección. Es levantar el estandarte de la
fe contra la muerte.
Esta fe nos protege de la visión nihilista de la
muerte, como también de las falsas consolaciones del mundo, de tal modo que la
verdad cristiana «no corra el peligro de mezclarse con mitologías de varios
tipos», cediendo a los ritos de la superstición, antigua o moderna[2].
Hoy es necesario que los pastores y todos los cristianos expresen de modo más
concreto el sentido de la fe respecto a la experiencia familiar del luto. No se
debe negar el derecho al llanto —tenemos que llorar en el luto—, también Jesús
«se echó a llorar» y se «conmovió en su espíritu» por el grave luto de una
familia que amaba[3].
Podemos más bien recurrir al testimonio sencillo y fuerte de tantas familias
que supieron percibir, en el durísimo paso de la muerte, también el seguro paso
del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección
de los muertos.
»El trabajo del amor de Dios es más fuerte que el
trabajo de la muerte. Es de ese amor, es precisamente de ese amor, de cual
debemos hacernos «cómplices» activos, con nuestra fe. Y recordemos el gesto de
Jesús: «Jesús se lo entregó a su madre», así hará con todos nuestros seres
queridos y con nosotros cuando nos encontremos, cuando la muerte será
definitivamente derrotada en nosotros. La cruz de Jesús derrota la muerte.
Jesús nos devolverá a todos la familia»[4]
•
[1]
Eucaristía1982, 31.
[2]
Cfr. Benedicto XVI, Ángelus del 2 de noviembre de 2008
[3]
Jn 11, 33-37
[4]
Papa Francisco, Audiencia general del miércoles 17 de junio de 2015. El texto
complete puede leerse aquí: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2015/documents/papa-francesco_20150617_udienza-generale.html
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