Esta noche es noche de vigilia. El
Señor no duerme, vela el guardián de su pueblo (cf. Sal 121,4), para sacarlo de
la esclavitud y para abrirle el camino de la libertad[1].
El Señor vela y, con la fuerza de
su amor, hace pasar al pueblo a través del Mar Rojo; y hace pasar a Jesús a
través del abismo de la muerte y de los infiernos.
Esta fue una noche de vela para
los discípulos y las discípulas de Jesús. Noche de dolor y de temor. Los
hombres permanecieron cerrados en el Cenáculo. Las mujeres, sin embargo, al
alba del día siguiente, fueron al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús. Sus
corazones estaban llenos de emoción y se preguntaban: «¿Cómo haremos para
entrar?, ¿quién nos removerá la piedra de la tumba?...». Pero he aquí el primer
signo del Acontecimiento: la gran piedra ya había sido removida, y la tumba
estaba abierta.
«Entraron en el sepulcro y vieron
a un joven sentado a la derecha, vestido de blanco» (Mc 16,5). Las mujeres
fueron las primeras que vieron este gran signo: el sepulcro vacío; y fueron las
primeras en entrar.
«Entraron en el sepulcro». En
esta noche de vigilia, nos viene bien detenernos en reflexionar sobre la
experiencia de las discípulas de Jesús, que también nos interpela a nosotros.
Efectivamente, para eso estamos aquí: para entrar, para entrar en el misterio
que Dios ha realizado con su vigilia de amor.
No se puede vivir la Pascua sin
entrar en el misterio. No es un hecho intelectual, no es sólo conocer, leer...
Es más, es mucho más.
«Entrar en el misterio» significa
capacidad de asombro, de contemplación; capacidad de escuchar el silencio y
sentir el susurro de ese hilo de silencio sonoro en el que Dios nos habla (cf.
1 Re 19,12).
Entrar en el misterio nos exige
no tener miedo de la realidad: no cerrarse en sí mismos, no huir ante lo que no
entendemos, no cerrar los ojos frente a los problemas, no negarlos, no eliminar
los interrogantes...
Entrar en el misterio significa
ir más allá de las cómodas certezas, más allá de la pereza y la indiferencia
que nos frenan, y ponerse en busca de la verdad, la belleza y el amor, buscar
un sentido no ya descontado, una respuesta no trivial a las cuestiones que
ponen en crisis nuestra fe, nuestra fidelidad y nuestra razón.
Para entrar en el misterio se
necesita humildad, la humildad de abajarse, de apearse del pedestal de nuestro
yo, tan orgulloso, de nuestra presunción; la humildad para redimensionar la
propia estima, reconociendo lo que realmente somos: criaturas con virtudes y
defectos, pecadores necesitados de perdón. Para entrar en el misterio hace
falta este abajamiento, que es impotencia, vaciándonos de las propias idolatrías... adoración.
Sin adorar no se puede entrar en el misterio.
Todo esto nos enseñan las mujeres
discípulas de Jesús. Velaron aquella noche, junto la Madre. Y ella, la Virgen
Madre, las ayudó a no perder la fe y la esperanza. Así, no permanecieron
prisioneras del miedo y del dolor, sino que salieron con las primeras luces del
alba, llevando en las manos sus ungüentos y con el corazón ungido de amor.
Salieron y encontraron la tumba abierta. Y entraron. Velaron, salieron y
entraron en el misterio. Aprendamos de ellas a velar con Dios y con María,
nuestra Madre, para entrar en el misterio que nos hace pasar de la muerte a la vida
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[1] VIGILIA
PASCUAL EN LA NOCHE SANTA, HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO, Basílica Vaticana,
Sábado Santo 4 de abril de 2015.
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