En nuestras catequesis y homilías
los sacerdotes quizás hemos insistido demasiado en la justicia de Dios, o en su
grandeza, o en su poder... y lo que hemos conseguido es transmitir a un Dios lejano,
distante, inaccesible... Así, ¿quién puede sentirlo como Padre? Lo propio de un
padre es la cercanía, la disponibilidad, el tenerlo a nuestro lado, el sentir
la seguridad y la confianza que nos transmite... ¿Así sentimos a Dios?
Con
su predicación y cada momento de su vida el Señor quiso acercarnos a Dios, que
es nuestro Padre. No se trata de un título más en la larga lista de atributos
que podemos aplicarle sino el principal y primero, el único que de verdad
importa e interesa. Cuando el Señor hablaba de su Padre quería que nosotros no
sintiéramos temor ante el poder de Dios, sino paz ante su amor, consuelo ante
su cercanía, confianza ante su paternidad. Pero lo cierto es que en la
predicación no siempre hemos acertado a transmitir a los hombres esta buena
noticia.
Y
para transmitir ese mensaje de la paternidad de Dios mucho nos ayudaría más
comprensivos con el hombre y la mujer de hoy. Menos condenas y más comprensión.
Comprender, ayudar, salvar... ¿Cuándo vamos a entender que los que llamamos «marginados»
no necesitan tanto que les recordemos lo que deberían hacer como que son,
también ellos, hijos de Dios, igual que la oveja perdida no necesita sermones
sino alguien que se remangue los pantalones y se vaya a buscarla, y esté con
ella, y la eche sobre sus hombros, y la cuide...? La imagen del pastor y la
oveja que nos trae el Evangelio de hoy es mucho más que una fuente de
inspiración para pintores, o una frase para cierta literatura religiosa (muy
cursi en algunos casos, por cierto).
Ser
pastor así no es fácil: el buen pastor
que da la vida por las ovejas[1].
¡Casi nada! ¡Dar la vida! Porque pastores, en un momento dado, todos lo somos:
de los hijos, de los padres, de los amigos, de los empleados, de los pacientes,
de los vecinos, de... El evangelio es claro: si no somos (pastores) así, somos
asalariados, llenos de buenas palabras, de hermosos documentos, de
grandilocuentes declaraciones...¡de blogs
y tonterías de esas! que salimos corriendo en cuanto viene el lobo, dejando las
ovejas a su suerte.
¿A
cuántas ovejas hemos dejado a su suerte? ¡Si tenemos hasta el valor de llegar a
decir: “se lo merecen” ¿Eso es ser buen pastor? ¿Qué hacemos con las mujeres
que abortan, con las personas homosexuales, con aquellos que están enganchados en el
alcohol o la droga, con los emigrantes, con los que han sufrido el drama del
divorcio? Existen instituciones educativas que se llaman a sí mismas católicas
que se plantean si recibir o no en sus aulas a los niños que provienen de
matrimonios rotos y cuyos padres están en segundas uniones….Lo que hacemos es
que los clasificamos, con etiqueta y todo, incluso antes de reconocerles la
categoría de personas. Los vemos por su peculiaridad antes que por su
esencialidad. Y después los dejamos abandonados a su suerte: “se lo buscaron”. Así,
¿cómo conseguir que el hombre se sienta hermano?, ¿cómo lograr que se sienta
hijo?
A
veces da la impresión que ser hijos de Dios no es un don que el Padre nos hace,
sino un privilegio, alcanzado por unos cuantos. Si alguien necesita descubrir
que Dios es Padre son, precisamente, los otros, de la misma manera que la oveja
que necesita que su pastor vaya por ella es la que se ha perdido, no las que se
han quedado bien seguras en el redil: no
necesitan de médico los sanos, sino los enfermos[2].
La
certeza de que pertenecemos a Dios debe abrir nuestro corazón a la esperanza.
Estamos a tiempo, podemos hacerlo, podemos sentirnos hijos y, por lo tanto,
hermanos de los hombres. Podemos cambiar la sociedad y el mundo, y podemos
hacer realidad el Reino de Dios entre nosotros. Y si esto suena a utopía, ¡tenemos
todavía más razón! Se trata de la utopía de la fraternidad universal[3]
■
No hay comentarios:
Publicar un comentario