Llegamos
ya al quinto –y último- domingo del tiempo de Cuaresma (el próximo es el
Domingo de Ramos), y poco a poco se llega la hora de Jesús, la hora de la
victoria definitiva sobre el pecado y la muerte. Pero esa hora tiene también un
lado terrible, un costo muy alto: la cruz. Y El Señor tiembla: a gritos y con lágrimas, presentó oraciones
y súplicas al que podía liberarlo de la muerte, lo describe la carta a los
Hebreos[1].
El hombre que hay en Él se estremece ante el dolor supremo que se le viene
encima: ahora mi alma está agitada, y
¿qué diré?: Padre, líbrame de esa hora[2].
¡Cuánto bien le hace a nuestra espiritualidad ver a este Jesús tan
humano y por lo tanto tan cercano! En los días de la Semana Santa
–especialmente durante el Triduo Pascual[3]-
vemos a un Jesús que se estremece ante el dolor. Por el contrario no hacemos
bien cuando hablamos de su pasión y muerte sin afrontar de cara el misterio: un
Dios que, como si no lo fuera, se ve desprotegido en medio de olas enormes que
lo destrozan, a completa merced del sufrimiento. Personalmente me gusta verlo
así porque ahí es donde llego a comprender mejor el amor desbordante que nos
tiene y sobre todo donde más claramente se manifiesta que la Encarnación no fue
un juego, un teatro o una apariencia como decían los docetistas[4],
sino un compromiso total, un asumir todo lo nuestro hasta sus últimas
consecuencias.
Viendo así al señor, con miedo ante la muerte, podemos comprender
mejor el miedo y la angustia de tantos hombres y mujeres, y al mismo tiempo
encontrar consuelo con la realidad de que si en algún momento llega para cada
uno de nosotros una hora semejante, tenemos un modelo a quien mirar, una imagen
cercana en la que confiar: Jesús que sufre pero que triunfa.
Pero esta hora de Jesús no se queda ahí. Esta cruz tiene, aunque no
la veamos todavía desde este lado nuestro, otra vertiente gloriosa. Este dolor
total lleva ya, dentro de sí, una carga de vida que lo hace cambiar de signo.
Esta muerte es ya un comienzo de triunfo: si
el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da
mucho fruto. La misma cumbre del calvario, terrible cuando se ve desde el
camino de la cruz, espeluznante desde nuestro subir con la cruz a cuestas, es
al mismo tiempo puerto de esperanza y de gloria. El Señor, desde lo alto de su
cruz, desde la hondura de su muerte, nos abre una salida hacia una vida ya sin
muerte. La cruz, a la vez que es la plenitud
del dolor, es el comienzo de una alegre celebración que nunca tendrá fin.
Estamos, pues a poco tiempo de la hora de Jesús. Este es el último
domingo de Cuaresma. Vemos de la cruz solo su lado triste, el mismo lado que Él
vio cuando se puso a nuestra altura. Jesús fue más allá. Nosotros debemos hacer
lo mismo. La fe en el triunfo de Cristo, la celebración de la Pascua, nos
ayudará a descubrir, cuando llegue nuestra hora, ese otro lado glorioso de la
cruz: el que da la vida. Y se nos encenderá la esperanza[5]
■
[1] 5, 7.
[2] Jn 12, 27.
[3] La expresión «Triduo Pascual» es relativamente reciente, pues no
se remonta más allá de los años 1930. Pero ya a finales del siglo IV San
Ambrosio hablaba de un Triduum Sacrum
para referirse a las etapas históricas del misterio pascual de Jesús que
durante tres días et passus est, et
quievit et resurrexit. San Agustín utilizó una expresión parecida, Sacratissimum Triduum, para indicar los
tres días de Cristo crucifixi, sepulti,
suscitati.
[4] El Docetismo toma este nombre de la raíz griega dokéō (δοκέω), que
significa parecer o parecerle a uno. Es una doctrina aparecida a finales del
primer siglo de la era cristiana, que afirmaba que Cristo no había sufrido la
crucifixión, ya que su cuerpo sólo era aparente y no real. La doctrina
docética, enraizada también en el dualismo gnóstico, dividía tajantemente los
conceptos de cuerpo y espíritu, atribuyendo todo lo temporal, ilusorio y
corrupto al primero y todo lo eterno, real y perfecto al segundo; de ahí que
sostuviera que el cuerpo de Cristo fue tan sólo una ilusión y que, de igual
modo, su crucifixión existió más que como mera apariencia. El Islam conserva
también este punto de vista y sostiene que el cuerpo del profeta Isa (el nombre
con que conocen a Jesucristo) sólo fue crucificado como una ilusión.
[5] J. Guillen García, Al Hilo
de la Palabra. Comentario a las lecturas de domingos y fiestas. Ciclo B.
Granada, 1993, p. 51 s.
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