Este lienzo con el Rey David,
pintado por Chagall en 1951, nos ofrece una imagen muy interesante del
personaje bíblico. Su traje de color púrpura, su corona y su aureola nos
indican la dignidad de rey ungido del Señor. Es un hombre maduro, aunque sigue
tocando la cítara como en sus años mozos. A sus pies, vemos a un pueblo que
baila por las calles de Jerusalén, bajo los destellos rojos y amarillos del
Sol, aunque también contemplamos con expresivos tonos verdosos la imagen de un
anciano, el profeta Natán, que se oprime la rodilla con una mano mientras se
apoya la otra en el tórax, a la altura del corazón. Parece decirnos que allí se
fraguan todas las acciones humanas. Me
brota del corazón un poema bello, leemos al inicio del Salmo 44, aunque del
corazón también puede salir el mal, como le sucedió a David con Betsabé, la
mujer de Urías. Un afecto desordenado culminó en adulterio y homicidio, y Natán
tendría que recriminar al rey su grave pecado. Sin embargo, David pide perdón a
Dios y reconoce su culpa, como reconocerá otras en un reinado en el que se
entremezclan virtudes y acciones deleznables. Pero el principal mérito de David
ante Dios no son sus hazañas guerreras ni sus sacrificios de animales. Es el
corazón sincero, quebrantado y
humillado del que nos habla el Salmo 50. En la obra de Chagall hay, junto al
profeta, un libro abierto del que sale un espíritu que adopta forma de mujer.
Es Betsabé, cuyo rostro aparece de nuevo en la parte inferior del lienzo dando
el pecho a su hijo Salomón, el amado por Dios (2 Sam 12, 24). Tampoco éste será
fiel a su Señor, hecho repetido tantas veces en la historia de la salvación,
pero el ángel que vemos en el cuadro, arrojando flores desde el cielo, acaso
nos esté recordando una vez más que el
Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad
(Sal 144, 1) ■
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