Es en el Barroco cuando se
concreta la iconografía de la Inmaculada Concepción que tuvo un papel muy
importante en toda España. En el siglo XVII se discute obsesivamente si la
Virgen fue creada sine macula, es
decir, sin pecado original. Una vieja controversia que había comenzado ya en el
siglo XIl con San Bernardo de Claraval. Francisco Pacheco como teórico concreta
esta iconografía a nivel plástico. Al final de su tratado el Arte de la Pintura, publicado en 1649,
realiza una serie de recomendaciones para representar la Inmaculada Concepción
de María. Entre estos consejos dice que no debe aparecer con el Niño en los
brazos; ha de estar coronada de estrellas con la luna a sus pies; ha de ser
pintada en la flor de su edad, de doce a trece años, y con las puntas de la
media luna hacia abajo; ha de estar adornada con serafines y ángeles, y se ha
de pintar con túnica blanca y manto azul. Las Inmaculadas de estos años se
caracterizaron por una delicadeza y una gracia especial a la figura femenina e
infantil. El sentimiento, lo amable y lo tierno son calificativos
característicos de su obra. Precisamente, aquí se aprecian con claridad. El
artista sevillano creó una pintura serena y apacible, en la que priman el
equilibrio compositivo y expresivo, con una delicadeza nunca conmovida por
sentimientos extremos. Colorista excelente y buen dibujante, concibe sus
cuadros con un fino sentido de la belleza y con armoniosa mesura, lejos del
dinamismo de Rubens o de la teatralidad italiana. María viste túnica blanca, símbolo de pureza, y manto azul,
símbolo de eternidad. Lleva sus manos al pecho. Una
refinada gama de colores cálidos donde predominan los claros amarillentos y
luminosos del fondo de la composición, hacen resaltar la silueta de la joven,
el manto de la cual, dispuesto en diagonal, acrecienta el movimiento
ascensional. La composición se inscribe en un triángulo perfecto, cuyo vértice
es la misma cabeza de la Virgen ■
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