Una herida, para curarse
bien, tiene que sanar de dentro hacia fuera. Así quiso Dios que, desde dentro,
sanase en nosotros la herida que había dejado el pecado original, llegando al
fondo, haciéndose como uno de nosotros. Fue así como Él asumió lo nuestro y lo
fue elevando, lo fue sanando.
Y
para ello necesitó una madre: para tomar de ella carne de nuestra carne. Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer,
nos dice la carta a los Gálatas[1].
Y se llamó Jesús. Dios se hizo Jesús en María. Años después una mujer del
pueblo dirá a Jesús: Bendito el vientre
que te llevó y los pechos que te amamantaron[2].
¡Qué hermoso piropo para la madre del Señor! Quizá por ello la Iglesia, al
recordar hoy la circuncisión de Jesús –a los ocho días de su nacimiento-, se
acuerda de María, y le dedica esta fiesta. Hoy es la Solemnidad de Santa María,
la Madre de Dios. Así también aparecen María y Jesús unidos, desde el
principio, para salvar; como unidos los encontraron los pastores aquella noche,
en Belén.
Nosotros
no celebramos el Año Nuevo en la Iglesia; lo hicimos hace unas semanas al
celebrar el primer domingo de Adviento, sin embargo los cristianos no podemos ni
debemos, sustraemos al ambiente que nos rodea. Estamos en medio de imágenes y
sensaciones que nos hablan de un año que termina y de un Año Nuevo que
comienza. ¿Qué hacer ante todo eso? ¿Cerrar los ojos? ¿Sumarse, sin más?
Para
este año que empieza hay también una palabra, y un deseo, en la liturgia de
hoy: El Señor te bendiga y te proteja,
ilumine su rostro sobre ti... y te conceda la paz[3].
La paz, anhelo renovado de una humanidad que sigue destrozándose. La paz: don
de Dios, que sólo es capaz de acoger el corazón que viene de vuelta de la
violencia.
La
paz. Ésta es la oración de la Iglesia para todos en este Año Nuevo, una oración
que hoy ponemos en la presencia del Padre a través de las manos de la Santísima
Virgen María, bajo cuyo amparo y protección nos acogemos una y muchas veces más
[4]
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