Piensas que vas a ser tú el que me construya una casa para que
habite en ella?[1]
Escuchamos la voz de Dios en la primera de las lecturas… ¡Pensamos que podemos
complacer a Dios con nuestras obras y, mediante unas normas, asegurarnos la
propia salvación! ¡Ay insensatos de nosotros! Establecemos unas coordenadas y
creemos encerrar dentro de ellas al Dios de la libertad.
La
verdad es que ni el grandioso rey David ni Constantino, ni el Concilio Vaticano
II pudieron ni podrán jamás convencer a Dios sobre el lugar, el tiempo y el
modo de su presencia salvadora. Dios es libre y es imprevisible. Y, sobre todo,
Dios es gratis. La salvación corre de su cuenta[2].
Y las casas donde habitar las prepara Él. Cuando quiso habitar entre los
hombres –porque los amaba y necesitaba manifestarles su amor y salvarles- buscó
el lugar donde quedarse. Conocemos bien la historia. No buscó lo grande, lo
brillante, lo influyente, ni siquiera lo santo: buscó una muchacha, la más
pequeña del pueblo más sencillo en una nación oprimida. Y la doncella se llamaba María[3].
Y, atención, no es que fuera tan buena y tan santa que atrajera la mirada y el
corazón de Dios, sino que la mirada y el amor de Dios la hizo tan buena y tan
santa. ¡Qué misterio!
Las
preferencias de Dios no se entienden, la mayor parte de las veces. La
iniciativa siempre parte de Dios, y cuando Él actúa deja siempre la marca
inconfundible de la pequeñez y de la humildad. En otras palabras: Dios no
quiere nuestras cosas, sino nuestro vacío; no quiere nuestras virtudes, sino nuestra
pobreza; no quiere nuestros méritos, sino nuestra fe. Al que se cree digno y
capaz, Dios le deja que se las arregle por su cuenta. Pero al que se cree
pequeño e insuficiente Dios le envía el ángel de la Anunciación. Porque miró la pequeñez de su esclava[4].
Dios
pide nuestra fe, que confiemos en Él, que estemos pendientes de toda palabra
que sale de su boca, que nos pongamos en sus manos, que le dejemos actuar en
nosotros y por nosotros, que le digamos que sí, pero cariñosa y gozosamente,
como el niño más pequeño al Padre más querido.
El
ángel de la Anunciación no ha terminado aún sus encargos. Tiene un anuncio que
dar a cada uno de los pequeños. Porque la obra de Dios no ha terminado y quiere
seguir dejándose ayudar. Dios sigue necesitando de una madre que le acoja en su
corazón y lo revista de carne. Dios sigue necesitando de un padre que le
defienda y le ayude a crecer. Dios sigue necesitando de hermanos y hermanas que
compartan sus bienes y sus necesidades, sus alegrías y sus tristezas, sus
crisis y sus ideales. Dios sigue necesitando de amigos que le comprendan y le
sigan en el sacerdocio ministerial.
Y la Palabra se hizo carne".
Es punto culminante de nuestro Credo. Y, antes, de la historia. Dichosa aquella
muchacha María que acogió la Palabra y la revistió de su carne. Dichosa
siempre. La Teotokos. Pero bendita sea, antes que todo, la Palabra que quiso
llegar hasta nosotros y enseñarnos. Que Dios se haga hombre es, ante todo, un
misterio de amor.
Da
vértigo pensar que Dios haya aterrizado y se haya humanado tan verdaderamente.
Porque ¿qué es esta tierra diminuta en el
cosmos inmenso? "¿Y qué es el hombre para que te fijes en él?[5]¿Por
qué y para qué tuvo que venir Dios a este manicomio humano? ¿No será un sueño
de los nuestros? Da vértigo pensar que Dios se haya abajado tanto. Porque su
encarnación no fue aparente, sino real y humillante, me refiero no solamente a
la cruz sino a los 30 años de vida
oculta, totalmente desconocidos... El eclipse de Dios, como le gustaba decir al
Padre Martín Descalzo.
El
ángel de la Anunciación no ha terminado sus encargos. Y el mensaje será siempre
propuesta de amor. No nos pide el Señor la ofrenda de una casa ni sagrarios
ricos, ni salitas de estar monísimas ni bien decoradas, pero sí que quiere
hacer del corazón de cada uno una casa, o mejor, su casa. Resulta que ya está
aquí la Navidad, y Dios sigue
buscando un sitio para nacer. Ya muy cerca de la Nochebuena Jesús sólo nos pide
que creamos en Él, que nos fiemos de Él; pide un sí confiado y entregado. No pide cosas, sólo te pide nuestra
voluntad, nuestro corazón, y que lo veamos en Él en el hermano, en el
necesitado y triste, en el que no tiene con quién hablar o reír[6]
■
[1]
Cfr. 2 Sam 8-12.
[2]
Pelagio enseñaba, entre otras cosas, que una persona nace con las mismas
habilidades morales y de pureza como era Adán cuando fue creado por Dios. Así,
la gracia de Dios se convierte simplemente en una ayuda para que los individuos
lleguen a Él.
[3]
Lc 1, 27.
[4]
Id, v. 48.
[5]
Salmo 8.
[6]
Cfr. Caritas. Un Amor así de grande.
Adviento y Navidad, 1990, p. 81.
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