Basta asomarse a la
televisión, la prensa o las redes sociales. Escalofríos. Los optimismos han ido
desapareciendo estos últimos años. Son muchos los que llegan a la conclusión de
que no hay muchas razones para la esperanza. Pareciera que la historia de la
humanidad está como atrapada en una especie de "destino fatal".
Queremos cambiar muchas cosas, pero crece el sentimiento de que, en realidad,
apenas puede cambiarse nada. La pregunta de este domingo –el segundo de
Adviento, en vísperas de celebrar la Inmaculada Concepción de la Virgen María-
es sencilla y muy complicada a la vez: ¿Se puede ser hombre de esperanza en un
mundo donde lo más razonable y normal
empieza a ser la desesperanza y la resignación?
La
esperanza cristiana no es un optimismo barato ni la búsqueda de un consuelo
ingenuo, sino todo un estilo de enfrentarse a la vida desde la confianza
radical en un Dios Padre de todos, que
está sobre todos, entre todos y en todos»[1].
En realidad no es cuestión de ser optimistas o pesimistas. La esperanza es otra
cosa. El creyente experimenta la vida como algo que está en marcha hacia su
plenitud. La vida está siendo trabajada por la fuerza salvadora de Dios.
En
el interior del hombre de esperanza crece una convicción: Dios está viniendo. Y
cuando todas las esperanzas humanas parecen apagarse, el creyente sabe que Dios
"sigue viniendo" en nuestros trabajos, sufrimientos, aspiraciones y
luchas. Ese “viniendo” a veces es muy silencioso, pero es real, y todos lo
sabemos y podemos dar testimonio.
Por
eso es que no debemos refugiarnos cobardemente en el disfrute alocado del
momento presente, ni el consumismo, ni debemos buscar consuelo en un mundo
artificial, y desde luego no debemos hundirnos en un pesimismo destructor. Los
cristianos preparamos el camino al Señor, es decir, debemos negarnos a entrar
por caminos que no conducen a ninguna parte, esforzándonos por quitar todo
aquello que estorbe a vivir una vida auténticamente humana. Cada día es una
nueva ocasión y una nueva posibilidad para hacer crecer entre nosotros el reino
de Dios. En cada una de nuestras actuaciones por pequeña que sea, estamos
engendrando o abortando (sic) esa nueva sociedad.
Los
cristianos, debemos ser unos profesionales de la esperanza, lo
que pasa es que con mucha frecuencia repetimos palabras y ritos sin abrir entre
nosotros nuevos caminos a un Dios Salvador, ¿por qué nos dejamos desalentar por
«las malas experiencias de superficie» sin enraizar nuestra vida en un Dios que
sigue vivo y activo en medio de nosotros?[2]
Consolamini,
traduce el texto hebreo la Vulgata, y la palabra por dos veces en el texto de
la primera de las lecturas el día de hoy. Consolad. Así, en imperativo. ¿Hay
alguna manera más adecuada y más efectiva de consolar y de encender la
esperanza que anunciar que el Señor está por llegar y que con él viene la
eterna salvación? ■
No hay comentarios:
Publicar un comentario