Igual que los fariseos, también andamos como poniendo
a prueba nuestra fe (¡cobardemente no nos atrevemos a enfrentar al Señor!),
y caminamos con actitud de sabiondos, de perdonavidas, de que sabemos bien cómo
se hacen las y a ver si vamos ayudando a todos ésos van por la vida arrastrados
por sus más bajas pasiones. A todos nosotros se dirigía el Papa Francisco hace
pocos días:
« ¡Con un corazón lleno de reconocimiento y de gratitud
quiero agradecer junto a ustedes al Señor que nos ha acompañado y nos ha guiado
en los días pasados, con la luz del Espíritu Santo! (…)
Puedo decir serenamente que – con un espíritu de
colegialidad y de sinodalidad – hemos vivido verdaderamente una experiencia de
"sínodo", un recorrido solidario, un "camino juntos". Y
siendo “un camino" – como todo camino – hubo momentos de carrera veloz,
casi de querer vencer el tiempo y alcanzar rápidamente la meta; otros momentos
de fatiga, casi hasta de querer decir basta; otros momentos de entusiasmo y de
ardor. Momentos de profunda consolación, escuchando el testimonio de pastores
verdaderos (Cf. Jn. 10 y Cann. 375, 386, 387) que llevan en el corazón
sabiamente, las alegrías y las lágrimas de sus fieles.
Momentos de gracia y de consuelo, escuchando los
testimonios de las familias que han participado del Sínodo y han compartido con
nosotros la belleza y la alegría de su vida matrimonial. Un camino donde el más
fuerte se ha sentido en el deber de ayudar al menos fuerte, donde el más
experto se ha prestado a servir a los otros, también a través del debate. Y
porque es un camino de hombres, también hubo momentos de desolación, de tensión
y de tentación, de las cuales se podría mencionar alguna posibilidad:
- La tentación del endurecimiento hostil, esto es, el
querer cerrarse dentro de lo escrito (la letra) y no dejarse sorprender por
Dios, por el Dios de las sorpresas (el espíritu); dentro de la ley, dentro de
la certeza de lo que conocemos y no de lo que debemos todavía aprender y
alcanzar. Es la tentación de los celantes, de los escrupulosos, de los
apresurados, de los así llamados "tradicionalistas" y también de los
intelectualistas.
- La tentación del “buenismo” destructivo, que a nombre
de una misericordia engañosa venda las heridas sin primero curarlas y
medicarlas; que trata los síntomas y no las causas y las raíces. Es la
tentación de los "buenistas", de los temerosos y también de los así
llamados “progresistas y liberalistas”.
- La tentación de transformar la piedra en pan para
romper el largo ayuno, pesado y doloroso (Cf. Lc 4, 1-4) y también de
transformar el pan en piedra, y tirarla contra los pecadores, los débiles y los
enfermos (Cf. Jn 8,7), de transformarla en “fardos insoportables” (Lc 10,27).
- La tentación de descender de la cruz, para contentar a
la gente, y no permanecer, para cumplir la voluntad del Padre; de ceder al
espíritu mundano en vez de purificarlo e inclinarlo al Espíritu de Dios.
- La Tentación de descuidar el “depositum fidei”,
considerándose no custodios, sino propietarios y patrones, o por otra parte, la
tentación de descuidar la realidad utilizando una lengua minuciosa y un
lenguaje pomposo para decir tantas cosas y no decir nada.
Queridos hermanos y hermanas, las tentaciones no nos
deben ni asustar ni desconcertar, ni mucho menos desanimar, porque ningún
discípulo es más grande de su maestro; por lo tanto si Jesús fue tentado – y
además llamado Belcebú (Cf. Mt 12,24) – sus discípulos no deben esperarse un
tratamiento mejor.
Personalmente, me hubiera preocupado mucho y entristecido
si no hubiera habido estas tenciones y estas discusiones animadas; este
movimiento de los espíritus, como lo llamaba San Ignacio (EE, 6) si todos
hubieran estado de acuerdo o taciturnos en una falsa y quietista paz.
En cambio, he visto y escuchado – con alegría y
reconocimiento – discursos e intervenciones llenos de fe, de celo pastoral y
doctrinal, de sabiduría, de franqueza, de coraje y parresia. Y he sentido que
ha sido puesto delante de sus ojos el bien de la Iglesia, de las familias y la
“suprema lex”: la “salus animarum” (Cf. Can. 1752).
Y esto siempre sin poner jamás en discusión la verdad
fundamental del Sacramento del Matrimonio: la indisolubilidad, la unidad, la
fidelidad y la pro creatividad, o sea la apertura a la vida (Cf. Cann. 1055,
1056 y Gaudium et Spes, 48).
Esta es la Iglesia,
la viña del Señor, la Madre fértil y la Maestra premurosa, que no tiene miedo
de arremangarse las manos para derramar el aceite y el vino sobre las heridas
de los hombres (Cf. Lc 10,25-37); que no mira a la humanidad desde un castillo
de vidrio para juzgar y clasificar a las personas.
Esta es la Iglesia
Una, Santa, Católica y compuesta de pecadores, necesitados de Su misericordia.
Esta es la Iglesia, la verdadera esposa de Cristo, que busca ser fiel a su
Esposo y a su doctrina. Es la Iglesia que no tiene miedo de comer y beber con
las prostitutas y los publicanos (Cf. Lc 15).
La Iglesia que
tiene las puertas abiertas para recibir a los necesitados, los arrepentidos y
¡no sólo a los justos o aquellos que creen ser perfectos! La Iglesia que no se
avergüenza del hermano caído y no finge de no verlo, al contrario, se siente
comprometida y obligada a levantarlo y a animarlo a retomar el camino y lo
acompaña hacia el encuentro definitivo con su Esposo, en la Jerusalén celeste.
¡Esta es la Iglesia, nuestra Madre! Y cuando la Iglesia,
en la variedad de sus carismas, se expresa en comunión, no puede equivocarse:
es la belleza y la fuerza del 'sensus fidei', de aquel sentido sobrenatural de
la fe, que viene dado por el Espíritu Santo para que, juntos, podamos todos
entrar en el corazón del Evangelio y aprender a seguir a Jesús en nuestra vida,
y esto no debe ser visto como motivo de confusión y malestar.
Tantos comentadores han imaginado ver una Iglesia en
litigio donde una parte está contra la otra, dudando hasta del Espíritu Santo,
el verdadero promotor y garante de la unidad y de la armonía en la Iglesia. El
Espíritu Santo, que a lo largo de la historia ha conducido siempre la barca, a
través de sus Ministros, también cuando el mar era contrario y agitado y los
Ministros infieles y pecadores.
Y, como he osado decirles al inicio, era necesario vivir
todo esto con tranquilidad y paz interior también, porque el sínodo se
desarrolla 'cum Petro et sub Petro', y la presencia del Papa es garantía para
todos (…)
¡El Señor nos acompañe y nos guie en este recorrido para
gloria de Su Nombre con la intercesión de la Virgen María y de San José! ¡Y por
favor no se olviden de rezar por mí!»[1].
Hasta aquí el texto del Santo Padre. Poco o más bien nada
hay que añadir.
A esto estamos llamados los cristianos: a vivir en el
amor. No a amar a éste o a aquél, sino a vivir en un amor que penetre todas
nuestras actitudes y relaciones humanas. El que vive en el amor no puede amar a
uno y odiar a otro, sino que el amor moldea todas sus relaciones. Esto es
cambiar nuestro corazón de piedra por uno de carne, nuestro hombre viejo por un
hombre nuevo. A este amor estamos llamados en todas las actitudes de nuestra
vida. Y, además, los cristianos nunca podremos olvidar que la Palabra de Dios
nos llama continuamente a un amor especial hacia los más pobres y débiles, ¿Cómo
vivimos aquí en el amor?[2] ■
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