Uno se fue a su campo,
otro a su negocio y los demás se les echaron encima a los criados, los
insultaron y los mataron... Cada vez nos
encontramos con personas o que bien ya no creen en nada o que si creen en
Jesucristo, la Iglesia no les dice mucho, o prácticamente nada. Si observamos
de cerca su postura, quizás haya que decir que su increencia no es tanto fruto
de una decisión responsable sino más bien de una vida alienada y alejada del
espíritu. En la vida de muchos hombres y mujeres contemporáneos faltan las
condiciones mínimas para tomar una postura seria y responsable ante la fe, o ante
la increencia. Muchos viven un estilo de vida donde ni siquiera aparece la
necesidad de dar un sentido último a la existencia. Como dice un ateo
contemporáneo, sencillamente «somos nosotros los que tenemos que dar un sentido
a nuestra vida, viviéndola»[1].
Y es que cuando el hombre vive buscando solamente un
bienestar material cada vez mayor, interesado únicamente en tener dinero y
adquirir símbolos de prestigio, preocupado por ser algo y no por ser alguien,
pierde la capacidad para escuchar las llamadas más profundas que se encierran
en su interior.
Los hombres y mujeres con los que nos encontramos todos
los días en el trabajo, en la calle, incluso que están entre nuestros amigos, carecen
de oídos para cualquier rumor que no sea el que proviene de su mundo de
intereses. No tienen ojos para percibir otras dimensiones que no sean las del
bienestar material, la posesión y el prestigio social. Hombres y mujeres «sin oídos
para lo religioso», como decía Max Weber.
La parábola del evangelio de este domingo –el vigésimo
octavo del Tiempo Ordinario ya- nos vuelve a recordar la invitación que tenemos
a la plenitud, a sentarnos a comer a la mesa del Rey. Y nuestra mayor
equivocación puede ser desoír ligeramente la llamada de Dios, marchando cada
uno a nuestras tierras, nuestros negocios, a todo eso que ocupa más
nuestra atención. Los hombres podemos
seguir huyendo de nosotros mismos, perdiéndonos en mil formas de evasión,
tratando de olvidarnos de nosotros mismos y de Dios, evitando cuidadosamente
tomar en serio la vida. Pero la invitación no cesa. La invitación ahí está.
En el fondo de muchas increencias, ¿no se esconde un
temor al cambio que necesariamente se tendría que producir en nuestra vida si
tomáramos en serio a Dios? Sin duda, se encierra una gran verdad en aquella
inolvidable invocación de San Juan de la Cruz: «Señor, Dios mío, tú no eres
extraño a quien no se extraña contigo. ¿Cómo dicen que te ausentas tú?»[2].[3] ■
No hay comentarios:
Publicar un comentario