Un ángel se aparecía a la Virgen y le entregaba la palma diciendo:
"María, levántate, te traigo esta rama de un árbol del paraíso, para que
cuando mueras la lleven delante de tu cuerpo, porque vengo a anunciarte que tu
Hijo te aguarda". María tomó la palma, que brillaba como el lucero
matutino, y el ángel desapareció. Esta salutación angélica, eco de la de
Nazaret, fue el preludio del gran acontecimiento.
Poco después, los Apóstoles, que sembraban la semilla
evangélica por todas las partes del mundo, se sintieron arrastrados por una
fuerza misteriosa que les llevaba a Jerusalén en medio del silencio de la
noche. Sin saber cómo, se encontraron reunidos en torno de aquel lecho, hecho
con efluvios de altar, en que la Madre de su Maestro aguardaba la venida de la
muerte. En sus burdas túnicas blanqueaba todavía, como plata desecha, el polvo
de los caminos: en sus arrugadas frentes brillaba como un nimbo la gloria del
apostolado. Se oyó de repente un trueno fragoroso; al mismo tiempo, la
habitación de llenó de perfumes, y Cristo apareció en ella con un cortejo de
serafines vestidos de dalmáticas de fuego.
Arriba, los coros angélicos cantaban dulces melodías;
abajo, el Hijo decía a su Madre: "Ven, escogida mía, yo te colocaré sobre
un trono resplandeciente, porque he deseado tu belleza". Y María
respondió: "Mi alma engrandece al Señor". Al mismo tiempo, su
espíritu se desprendía de la tierra y Cristo desaparecía con él entre nubes
luminosas, espirales de incienso y misteriosas armonías. El corazón que no
sabía de pecado, había cesado de latir; pero un halo divino iluminaba la carne
nunca manchada. Por las venas no corría la sangre, sino luz que fulguraba como
a través de un cristal.
Después del primer estupor, se levantó Pedro y dijo a sus
compañeros: "Obrad, hermanos, con amorosa diligencia; tomad ese cuerpo,
más puro que el sol de la madrugada; fuera de la ciudad encontraréis un
sepulcro nuevo. Velad junto al monumento hasta que veáis cosas
prodigiosas". Se formó un cortejo. Las vírgenes iniciaron el desfile; tras
ellas iban los Apóstoles salmodiando con antorchas en las manos, y en medio
caminaba san Juan, llevando la palma simbólica. Coros de ángeles agitaban sus
alas sobre la comitiva, y del Cielo bajaba una voz que decía: "No te
abandonaré, margarita mía, no te abandonaré; porque fuiste templo del Espíritu
Santo y habitación del Inefable". Acudieron los judíos con intención de
arrebatar los sagrados despojos. Todos quedaron ciegos repentinamente, y uno de
ellos, el príncipe de los sacerdotes, recobró la vista al pronunciar estas
palabras: "Creo que María es el templo de Dios".
Al tercer día, los Apóstoles que velaban en torno al
sepulcro oyeron una voz muy conocida, que repetía las antiguas palabras del
Cenáculo: "La paz sea con vosotros". Era Jesús, que venía a llevarse
el cuerpo de su Madre. Temblando de amor y de respeto, el Arcángel San Miguel
lo arrebató del sepulcro, y, unido al alma para siempre, fue dulcemente
colocado en una carroza de luz y transportado a las alturas. En este momento
aparece Tomás sudoroso y jadeante. Siempre llega tarde; pero esta vez tiene una
buena excusa: viene de la India lejana. Interroga y escudriña; es inútil, en el
sepulcro sólo quedan aromas de jazmines y azahares. En los aires una estela
luminosa, que se extingue lentamente, y algo que parece moverse y que se acerca
lentamente hasta caer junto a los pies del Apóstol. Es el cinturón que le envía
la virgen en señal de despedida.
Esta bella leyenda iluminó en otros siglos la vida de los
cristianos con soberanas claridades.
Nunca la Iglesia quiso incorporarla a sus libros
litúrgicos, pero la dejó correr libremente para edificación de los fieles.
Penetró en todos los países, iluminó a los artistas e inspiró a los poetas.
Parece que resurgió, una vez más, en el valle de Josafat, allá donde los
cruzados encontraron el sepulcro en el que se habían obrado tantas maravillas y
sobre el cual suspendieron tantas lámparas. Como la piedad popular quiere
saber, pidiendo certezas y realidades, la leyenda dorada aparece con los rasgos
con que el oriental sabe tejerlos entre el perfume del incienso y azahares,
adornada con estallidos y decorada con ángeles y pompas del Cielo. Se difunde
en el siglo V en Oriente con el nombre de un discípulo de San Juan, Melitón de
Sardes, Gregorio de Tours la pasa a las Galias, los españoles la leen en el
fervor de la reconquista con peregrinos detalles y toda la Cristiandad busca en
ella durante la Edad Media alimento de fe y entusiasmo religioso.
Ni fecha, ni lugar. ¿Cómo fue el prodigio? Escudriñando
la Tradición hay un velo impenetrable. San Agustín dice que pasó por la muerte,
pero no se quedó en ella. Los Orientales gustan de llamarla Dormición con ánimo
de afirmar la diferencia. ¿Tránsito? Separación inefable. Ni el Areopagita, ni
Epifanio, ni Dante acertaron a describir lo real indescriptible, inefable: el
último eslabón de la cadena que se inicia con la Inmaculada Concepción y,
despertando secretos armónicos, apostilla la Asunción con la Coronación que el
arte de Fra Angélico se atreve a plasmar con pasta conservada en el Louvre. La
Iglesia celebra, junto al Resucitado Hijo triunfante, a la Madre, singularmente
redimida, Glorificada desde la Traslación ■
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