En la serie
de parábolas que hemos ido escuchando los últimos domingos, y con más fuerza en
éstas últimas, el Señor describe al creyente como un hombre sorprendido por el
hallazgo de un gran tesoro e invadido por un gozo que determina en adelante
toda su conducta, “lleno de alegría” dice la traducción en castellano. Qué pena
que seamos muchos los cristianos que no entendemos el evangelio como fuente de
vida y alegría y buscamos la paz para nuestro corazón en otros lugares; a veces
damos la impresión de que seguimos a un Dios exigente, a un Dios que hace más
incómoda la vida y más pesada la existencia. En el salmo hemos recitado –o
cantado en algunos lugares- Yo amo,
Señor, tus mandamientos ¿lo hemos cantado con el corazón?
¿Por que escasean tanto hoy esos creyentes llenos de vida y de
alegría? Lo ordinario es encontrarse con cristianos, como decía Greeley,
"cuyas vidas no están marcadas por la alegría, el asombro o la sorpresa ni
lo estuvieron nunca", cristianos que nunca han creído nada con entusiasmo.
Es verdad, y debemos reconocerlo: nos apoyamos en la doctrina o en la Iglesia
pero en nuestra vida hay poco gozo y poca sorpresa, quizá es que no hemos descubierto
por experiencia propia el evangelio como el gran secreto de la vida, quizá ahí
está nuestro problema, y entonces la solución esté en pedir, como el rey
Salomón, la sabiduría, tomando quizá prestadas las palabras que escuchamos en
la primera de las lecturas: por eso te
pido que me concedas sabiduría de corazón[1].
A lo largo de los siglos, los cristianos hemos elaborado grandes
sistemas teológicos, hemos organizado una Iglesia universal, hemos llenado
bibliotecas enteras con eruditos comentarios a toda la Escritura, pero ¿sentimos
y contagiamos el mismo gozo que el hombre que halló aquel tesoro oculto, o la
perla o los pescadores?
Y sin embargo, también hoy «puede suceder que un hombre se encuentre
repentinamente frente a la experiencia de Dios, y que de ahí resulte un gozo
arrollador capaz de determinar en adelante toda su vida» (N. Pemn), y que nos
suceda lo mismo que a san Agustín y podamos decir con él: «¡Tarde te amé,
Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo
afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas
cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo.
Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no
existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y
resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y
ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y
deseé con ansia la paz que procede de ti»[2].
La invitación de Dios a través de su Palabra en la liturgia de éste
domingo es a «cavar» con confianza, a detenernos un momento a meditar y
saborear despacio lo que con tanta ligereza a veces confiesan nuestros labios,
¡cuántas veces nos quedamos en fórmulas externas, en la superficie de los ritos,
sino ahondar en nuestras vivencias, sin descubrir las raíces más profundas de
nuestra fe, sin abrirnos con confianza a Dios, abandonando todo lo que tenemos
y somos –bueno y malo, pequeño y grande, barro y gracia- en sus manos de Padre
amoroso! Quizá hoy podamos descubrir cómo Dios puede ser fuente de vida y gozo
arrollador. Quizá hoy entendamos que la renuncia y el desprendimiento no son un
medio para encontrarnos con Dios sino la consecuencia de un hallazgo que se nos
regala por sorpresa[3]
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