La perfección no es para quienes se esfuerzan por sentir, parecer y actuar
como si fueran perfectos: es únicamente para quienes son plenamente conscientes
de que son pecadores, como el resto de los seres humanos, pero pecadores
amados, redimidos y cambiados por Dios. La perfección no es para quienes se
aíslan en las torres de marfil de una imaginaria impecabilidad, sino únicamente
para quienes se arriesgan a empañar su supuesta pureza interior, sumergiéndose
plenamente en la vida como hay que vivirla inevitablemente en este imperfecto
mundo nuestro: la vida con sus dificultades, sus tentaciones, sus decepciones y
sus peligros. La perfección no es tampoco para quienes viven sólo para sí
mismos y se ocupan únicamente del embellecimiento de sus almas. La santidad
cristiana no es meramente un asunto de recogimiento u oración interior. La
santidad es amor: el amor a Dios por encima de todos los demás seres, y el amor
a nuestros hermanos en Dios. Tal amor exige, en último término, el completo olvido
de nosotros mismos ■ T. Merton,
La vida silenciosa.
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