Son Pedro y Pablo el fundamento
de esta Iglesia nuestra que nos amamanta todos los días. Son, los dos, hombres
con un pasado no precisamente brillante. Pedro era uno de los predilectos de
Jesús. Vive con él los acontecimientos más importantes de su vida. Fogoso y
temperamental no tiene inconveniente en asegurar a Jesús que es capaz de morir
con él y que le seguirá hasta el final. Pero todos sabemos que Pedro falló.
Bastó la insinuación de una mujer para que negase rotundamente conocer al
Maestro. No es para escandalizarse. Todos nosotros tenemos más que motivos
suficientes para comprenderlo y disculparlo. Lo comprendió y lo disculpó el
Señor. Siguió encontrándose con él después de su resurrección. No hubo para
Pedro reprensión sino perdón. No le echó en cara el Señor a Pedro su pasado
sino que le echó en cara su futuro, un futuro en el que Pedro, efectivamente,
será capaz de seguir, paso a paso, las huellas de su Maestro. Y quedó claro que
lo único que el Señor pedía era que le amase. Si hay algo claro por parte de
Cristo es el deseo de fundamentar a los cristianos en el amor, en el amor a su
Persona y, como consecuencia lógica, en el amor a todos los hombres.
Pablo
también es un hombre con, digamos, tristes
antecedentes. Fanático de la Ley, dogmático, duro e intransigente, perseguía
a los primeros cristianos creyendo que así hacía un buen servicio a Dios (a "su"
Dios, mejor dicho). Hizo falta que cegaran sus ojos para que una luz nueva se
hiciese en su interior y viviera a partir de entonces con una dedicación
exclusiva. También para Pablo será el amor de Cristo el que cimentará su vida
ya para siempre orientada hacia una sola meta.
Estas
dos son las piedras fundamentales de nuestra Iglesia. Unas piedras que tienen
sus grietas y sus resquebrajaduras, porque la única Piedra fundamental, aquella
que desecharon los constructores: Cristo[1].
Sólo en Él no hay fisura, ni tacha ni grieta. En todos los demás es posible la
grieta, como fue posible en Pedro, que vivió tan cerca de Cristo y en Pablo que
era el gran cumplidor de la Ley. Es ésta una realidad muy reconfortante y que
además ha tenido en la Iglesia una demostración constante a través de los
siglos.
Es
cierto que la Iglesia es santa, pero no lo es menos que no lo somos todos los
que somos Iglesia, y digo todos, cualquiera que sea el sitio que en ella
ocupemos. Negarlo sería una tontería, reconocerlo es un acto de sinceridad y de
valentía que a nadie tiene que escandalizar. Es cierto que la Iglesia da a
conocer a Dios al mundo, pero también lo es que, a veces, lo da a conocer
oscureciendo su rostro; es cierto que la Iglesia nos acerca a Dios y también lo
es que, a veces, nos aleja de Él. Sólo Cristo no tiene arruga ni mancha, sólo Él
presenta el verdadero y auténtico rostro de Dios sin deficiencia alguna. Y el
que diga que en la Iglesia todo va bien y que estamos muy sanos y que
no-pasa-nada ¡es un ciego que tristemente guía a otros ciegos!
Este
domingo es una buena oportunidad para hacer oración por la Iglesia, un buen
momento para sentirnos identificados con ella, para agradecerle tanto como nos
ha dado. Hoy es día de examinarnos si el fundamento de nuestra pertenencia a
ella es el que Cristo exigió a Pedro: el amor a Él. Sólo si podemos contestar,
aunque sea desde nuestra pequeñez, con la misma sinceridad con que lo hizo Pedro
que amamos a Cristo podremos ser piedras útiles. Hoy es un buen día para aceptarla
tal como es con toda su grandeza y sus zonas de sombra y miseria que ¡mira tú! hacen
resplandecer todavía más la luz de Cristo que es quien, en definitiva, la
sostiene por encima de cualquier terremoto.
Pedro
y Pablo tuvieron sus fracasos personales y ambos siguieron tan fielmente a
Cristo que lo hicieron visible en el mundo en el que vivían. Esto es lo que
cuenta y lo que les hace grandes a los ojos de Dios y también, desde luego a
los de los hombres y, por supuesto, a los que de todos los que, como ellos,
pretendemos seguir siendo Iglesia, esa Iglesia que ellos construyeron con su
propia sangre[2] ■
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