Año con año sucede lo
mismo al celebrar la ascensión del Señor, inevitablemente nos vienen a la
memoria los versos de Fray Luis de León: Y
dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro…[1],
es decir, no logramos recordar el acontecimiento de fe sin que nos
traicione el corazón ante la despedida. Sin embargo, tales sentimientos, por
más que naturales, están muy lejos del evangelio, que es la buena noticia de la
presencia de Jesús que nos promete seguir con nosotros hasta el fin. En otras
palabras: Jesús no es un difunto. Es alguien vivo que ahora mismo está presente
en el corazón de la historia y en nuestras propias vidas. No hemos de olvidar
que ser cristiano no es admirar a un personaje del pasado que con su doctrina
puede aportarnos todavía alguna luz sobre el momento presente. Ser cristiano es
encontrarse ahora con un Cristo lleno de vida cuyo Espíritu nos hace vivir. Por
eso Mateo no nos ha dejado relato alguno sobre la ascensión de Jesús. Ha
preferido que queden grabadas en el corazón de los creyentes estas últimas
palabras del resucitado: Yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Este es el gran secreto que
alimenta y sostiene al verdadero creyente: el poder contar con el resucitado
como compañero único de existencia, como compañero de camino, como roca sólida
en el momento de la tentación y aún, sí, en el momento de la caída, del pecado.
El amor del Señor no desaparece, ni disminuye ni se lastima cuando tenemos la
desgracia de pecar. Él permanece ahí, porque Él es fiel.
Día
a día, él está con nosotros disipando las angustias de nuestro corazón y
recordándonos que Dios es alguien próximo y cercano a cada uno de nosotros. El
está ahí para que no nos dejemos dominar nunca por el mal, la desesperación o
la tristeza. Jesús infunde en lo más íntimo de nuestro ser la certeza de que no
es la violencia o la crueldad sino el amor, la energía suprema que hace vivir
al hombre más allá de la muerte. El Señor nos contagia la seguridad de que
ningún dolor es irrevocable, ningún fracaso es absoluto, ningún pecado
imperdonable, ninguna frustración decisiva. Él nos ofrece una esperanza
inconmovible en un mundo cuyo horizonte parece cerrarse a todo optimismo
ingenuo. Él nos descubre el sentido que puede orientar nuestras vidas en medio
de una sociedad capaz de ofrecernos medios prodigiosos de vida, sin poder
decirnos para qué hemos de vivir. El nos ayuda a descubrir la verdadera alegría
en medio de una civilización que nos proporciona tantas cosas sin poder
indicarnos qué es lo que nos puede hacer verdaderamente felices. En él tenemos
la gran seguridad de que el amor triunfará. No podemos darle entrada al
desaliento. No puede haber lugar para la desesperanza. Esta fe no nos dispensa
del sufrimiento ni hace que las cosas resulten más fáciles, desde luego, pero
Él es el gran secreto que nos hace caminar día a día llenos de vida, de ternura
y esperanza. El resucitado está con nosotros[2],
y está para siempre ■
[1]
Fray Luis de León (1527-1591) fue un poeta, humanista y religioso agustino
español de la Escuela salmantina y uno de los escritores más importantes de la
segunda fase del Renacimiento español junto con Francisco de Aldana, Alonso de
Ercilla, Fernando de Herrera y San Juan de la Cruz. Su obra forma parte de la
literatura ascética de la segunda mitad del siglo XVI y está inspirada por el
deseo del alma de alejarse de todo lo terrenal para poder alcanzar a Dios,
identificado con la paz y el conocimiento. Los temas morales y ascéticos
dominan toda su obra.
[2]
Cfr. J. A. Pagola, Buenas Noticias,
Navarra 1985, p. 59 ss.
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