Mis manos fueron ungidas en mi
ordenación sacerdotal. El óleo no es sólo un símbolo del Espíritu Santo, sino
también de la ternura de Dios. Mis manos siempre me recuerdan que debo
compartir el amor de Dios. No se trata de tenerlo todo siempre a punto, de
organizar la parroquia estupendamente, sino de acercarse a los hombres con
ternura y transmitirles que las manos de Dios son buenas manos. Dios ha escrito
los nombres de los hombres en mis manos y mi nombre en las suyas. A menudo
siento que mis manos están vacías: no tengo nada que ofrecer. No entiendo el
misterio de Dios, no me entiendo a mí mismo. Y, sin embargo, mis manos deben
dar. Sólo pueden dar lo que reciben una y otra vez. Me consuela saber que
incluso con mis manos vacías soy capaz de dar; sólo las manos vacías pueden
recibir lo que Dios deposita en ellas sin descanso. No obstante, es doloroso no
tener "nada" en las manos. Las palabras que predico en mis sermones
no parecen reales; no las puedo repetir, pues suenan huecas. Lo que he
aprendido, se me escapa entre los dedos. No cosecho éxito alguno en mi trabajo.
La experiencia de muchos sacerdotes es dolorosa, porque a pesar de tener las
manos cansadas de tanto bregar, la iglesia está cada vez más vacía. Yo creo que
ser sacerdote significa presentar incesantemente a Dios la propia impotencia y
alzar ante él las manos vacías. Con todo, creoque mis manos ungidas son un
signo de esperanza, ya que transmiten la bendición de Dios aunque ellas no la
experimenten, porque Él no es propiedad de mis manos ■ A. Grün, El orden sacerdotal, pp. 51-52.
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