III Domingo de Cuaresma (A)

Allá se llegó ella, la mujer samaritana, a sacar agua del viejo pozo de Jacob. Y allá estaba Él, Jesús, cansado del camino, sentado junto al pozo. Allí fue el encuentro, en un caluroso mediodía. Y yo me pregunto: ¿Quién buscaba a quién? O ¿quién encontró a quién? Ella acudía, jadeante y afanosa, cada día al pozo para saciar su sed y la de los suyos. Pero, claro, el que bebía de aquel pozo volvía a tener sed, y ella igualmente acudía a otras fuentes incitantes y apetitosas, tratando de apaciguar esa otra sed de felicidad que ella, como todos los mortales, llevaba en su corazón. Se lo apuntó Jesús: Cinco maridos has tenido y el que ahora tienes...»[1]. Todos los hombres vamos buscando la felicidad. Detrás de ella caminamos diariamente. Corren el niño y el mayor, el rico y el pobre, el poderoso y el mendigo. Cada uno lo soñamos una manera, bajo una figura distinta y cada mediodía o cada medianoche todos vamos teniendo la repetida sensación de que el que aunque bebamos de esas aguas volveremos a tener sed. ¡Ay qué vanos nuestros esfuerzos!

Cuando consciente o inconscientemente buscamos la felicidad es a Dios a quien buscamos. Lo confesó bellamente San Agustín hastiado al fin de tanta aventura tras el placer, la sabiduría y la belleza: Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti[2].

El hombre, decían los Padres griegos, es un teotropo, es decir, alguien que da vueltas alrededor de Dios. La analogía es maravillosa: así como los girasoles van volviendo su belleza amarilla al sol, los hombres, aun sin saberlo, a Dios buscan. La samaritana, inconscientemente, eso hacía. Y allá se lo encontró, en el pozo. Como decía Cabodevilla: «Cualquier forma de sed es sed de Dios»[3].

Y es que Dios es un buscador del hombre. Imitando a los Padres griegos, podríamos decir que es un antropotropo. Y esa idea nos debe llevar a la maravilla y la ternura: « ¿Cómo puede Él, manantial inagotable de agua viva, andar sediento de este mínimo y pobre riachuelo que sale de mi corazón?» He ahí la paradoja. Dios desea que le deseemos, tiene sed de que estemos sedientos de Él, anda buscando que le busquemos. Sueña que le soñemos. De aquí la adivinanza del principio: ¿Quién busca a quién? ¿Jesús a la samaritana o la samaritana a Jesús? La liturgia lo intuye, y lo canta de manera bellísima: Cristo cuando pidió de beber a la samaritana / ya habla infundido en ella la gracia de la fe / y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer / fue para encender en ella el fuego del amor divino[4].

La respuesta está en ese Peregrino que siempre nos espera junto a cualquier pozo de nuestra vida y que lleno de ternura, nos recuerda: He aquí que estoy junto a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo[5]



[1] San Agustín Ioannis Evangelium Tractatus, en Excerpta e dissertationibus in Sacra Theologia, 5 (1981): 3-61.
[2] Confesiones I, 1.
[3] José María Cabodevilla, nació en Tafalla (Navarra) el 18 de marzo de 1928. Estudió en el seminario de Pamplona, ampliando después sus estudios en la Universidad Pontificia Comillas (España) y en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, donde obtuvo la licenciatura en Teología. Fue en la Universidad Gregoriana de Roma donde formó parte del grupo que acompañó el lanzamiento de la revista poética «Estría», dirigida por José María Javierre y en la cual colaboraron escritores como Antonio Montero y José Luis Martín Descalzo, el biblista Luis Alonso Schökel, el P. Joaquín Luis Ortega (después director de la Biblioteca de Autores Cristianos), y luego el poeta y ensayista José María Valverde. Ese grupo parecía intuir que los medios de comunicación estaban llamados a jugar un importante papel en la formación espiritual de los cristianos en la modernidad.
[4] Misal romano, Prefacio del III domingo de Cuaresma (así llamado “de la Samaritana.
[5] Cfr. Apoc 3, 20. 

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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