I Domingo de Cuaresma (A)

El célebre texto de las tres tentaciones con el que año con año nos encontramos en éste primer domingo de Cuaresma es ante todo –no lo olvidemos- una luz sobre la persona de Jesús. No busquemos allí demasiado pronto nuestros propios combates. Es verdad que también ellos están allí ya que Jesús es en todo un modelo para nosotros. Fijémonos sobre todo en su combate, y aprenderemos muchas cosas sobre él. Antes de descubrirlo a través de sus comportamientos y de sus palabras se nos ha dado penetrar en su corazón, en ese lugar en donde un hombre hace sus opciones decisivas. Lo que Jesús es en el momento de las tentaciones lo será a lo largo de toda su vida pública, de ahí la importancia de este episodio, que no es un simple preludio, sino un enfrentamiento radical, un encuentro con el mal donde descubrimos en la fuerza de Jesús la fuerza que podemos llegar a tener todos los hombres.

Sí: Jesús es el Hijo de Dios, pero es verdaderamente hombre ¡Ay cómo no cuesta admitirlo! ¡Ay si pudiéramos inventar a Jesús! "Como eres el Hijo de Dios puedes hacerlo todo". No; él no puede hacerlo todo como tampoco nosotros; las respuestas a las tentaciones demuestran que es "de condición humana". Hasta el fin, sin dejar su condición de Dios,  llevará una vida auténticamente humana, limitada y expuesta al fracaso.

A pesar de esta debilidad –la debilidad real del hombre- triunfará, porque tiene total confianza en su Padre. Contemplar al Señor éste domingo –y los que siguen- significa que podemos y estamos llamados a hacer lo mismo: fiarnos del y entrar en esperanza.

Ante las desconcertantes horas de la pasión, el evangelio quiere darnos enseguida el tono a nuestra unión con Jesús: estamos tratando con un vencedor. En el momento más negro dirá: tened confianza yo he vencido al mundo[1].

Jesús es el hombre que cree en el Padre y que tiene la misión de inculcaros la misma confianza: creer en nuestro Padre celestial. Es lo que revelan sus contestaciones breves, firmes sin discusiones. Él es Hijo, ciertamente, y como Hijo lo espera todo del Padre. Pero rechaza radicalmente la idea demoníaca: la tentación de utilizar para sí, para su hambre, para su gloria, el poder de Dios ¡Y menos aún el poder de Satanás! Lo único que busca es sumergirse en los designios del Padre. Y así es como nos revelará al Padre: lo que Dios quiere nos manifiesta lo que Dios es.

Este combate contra Satanás nos hace descubrir en Jesús su inteligencia de la palabra de Dios y lo absoluto de su confianza: el hombre vive de Dios, el hombre no pone a prueba el poder de Dios, el hombre no adora más que a Dios. Basado en estas tres convicciones, Jesús puede avanzar por los caminos más difíciles; su vida no estará libre de peligros, de problemas y de tristezas, pero resultará victoriosa. Esa mezcla de vida difícil y triunfadora la iremos descubriendo a lo largo de los evangelios, y es igual que la nuestra. Estos días de la Cuaresma son un momento espléndido para acercarnos al misterio de la Encarnación, el misterio de cómo hombre puede ser el Hijo de Dios: hombre verdadero y Dios verdadero[2]. Los cinco domingos de Cuaresma –que tienen un prefacio propio, por cierto[3]- son un viaje maravilloso a  través de la vida pública del Señor. En éste primer domingo lo vemos siendo tentado por el demonio[4], el siguiente transfigurado delante de sus apóstoles[5], el tercero en un hermosísimo diálogo con la mujer de Samaria[6], el cuarto, curando el ciego de nacimiento[7] y el ultimo y anterior a su pasión, devolviéndole la vida a su amigo Lázaro[8].

La actitud del Señor en el desierto resulta pues ejemplar. Un día, Jesús multiplicará los panes para quitar el hambre a la multitud. Pero ni siquiera entonces transformará las piedras en pan. Se servirá, en cambio, del don minúsculo, insuficiente ciertamente, «desproporcionado», de un muchacho. Como dando a entender que el verdadero milagro es el gesto del compartir. Más tarde Cristo será ensalzado, glorificado. No sobre el alero del templo. Sino sobre la cruz. Y no recogerá el desafío de soltarse y de bajar. Salvará a los otros porque no aceptará salvar la propia vida, sino que estará dispuesto a perderla. Indicando así cuál es también el paso obligado del discípulo, que no puede eliminar del propio itinerario el camino incómodo del Calvario. Y poco antes lo encontramos de rodillas. No frente a Satanás. De rodillas ante los apóstoles, para lavarles los pies. Poniendo así al revés todos los criterios de grandeza humana. Y mostrándonos que la verdadera grandeza está en el servicio. Y quitándonos cualquier posibilidad de instrumentalizar a Dios mediante nuestros intereses egoístas y nuestros sueños de grandeza y de poder[9].

En una palabra, Jesús nos recuerda que cuando se dice Dios, ese nombre no puede invocarse como soporte de nuestros mezquinos proyectos y de nuestras pequeñas codicias terrenas, aunque enmascaradas «con buen fin», y disfrazadas con motivaciones religiosas… tenemos éste domingo ¡tanto qué meditar! ■



[1] Cfr. Jn 16. 33.
[2] Cfr. André Seve, El Evangelio de los Domingos, Ed. Verbo Divino, Estella, 1984, p. 18.
[3] El prefacio es la oración que, en el rito romano, concluye el ofertorio e introduce el canon de la Misa, que es donde se incluye la consagración. Se trata de una oración de acción de gracias y se canta todos los días del año. Con esta oración "la Iglesia da gracias al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, por todas sus obras, por la creación, la redención y la santificación. Toda la asamblea se une entonces a la alabanza incesante que la Iglesia celestial, los ángeles y todos los santos cantan al Dios tres veces santo" (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1352).
[4] Cfr. Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-13; Lc 4, 3-13.
[5] Cfr. Mt 17, 1-13; Mc 9, 2-13; Lc 9, 28-36.
[6] Cfr. Jn 4, 7-26.
[7] Cfr. Jn 9, 1-41.
[8] Cfr. Jn 11, 1-44.
[9] A. Pronzato, El Pan del Domingo. Ciclo A. Edit. Sígueme, Salamanca 1986, p 52 ss.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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