En la oración no se trata de
pedir cosas a Aquel que todo conoce. La oración no es para decirle a Dios lo
que quieres sino para escuchar lo que El quiere para ti y que no es otra cosa
que compartir lo que El es: Tranquilidad profunda, Beatitud, Paz, Amor, Luz,
Bondad, Belleza... No se trata de pedir cosas sino de comprender que no
necesitas nada más que la presencia de Dios y descansar en esa morada llena de
sus cualidades. Antes de orar debes de comprender que detrás de todos tus
deseos de objetos o de situaciones del mundo, solo hay un deseo: la paz
profunda. Y ese deseo último que tanto anhelas y que proyectas en los objetos y
situaciones del mundo solo lo puedes obtener en la interioridad. La
tranquilidad y la plenitud solo están en tu espíritu que es el Espíritu de
Dios. Una persona se pone a orar cuando ha comprendido claramente la futilidad
y la relatividad de todos los objetivos convencionales humanos que, aun
teniendo su importancia relativa, no pueden darle la paz profunda, la plenitud
que todo ser humano anhela con nostalgia. Es comprendiendo claramente esto bien
sea por la propia inteligencia, o movido por las constantes dificultades de la
vida, cuando uno se acerca a la Paz, la Belleza, la Bondad, la Plenitud y la
Alegría que proporciona el contacto con lo Sagrado a través de la oración en su
calidad más contemplativa. Sumergirse en el "acto orante" es el
síntoma más claro de que se ha llegado al discernimiento (entre lo verdadero y
lo falso), al desapego (de las cosas del mundo), a la sumisión (a la presencia
de Dios), a la humildad (respecto a nuestra capacidad humana), a la sabiduría
(habiendo comprendido donde está la plenitud y el gozo verdaderos), a la
caridad (al abrazar en nuestra oración a Dios y a toda la creación en El), y a
todas las demás virtudes... Todas las virtudes están contenidas en la oración ■ Pequeño tratado de oración (parte I), un
ermitaño anónimo.