Hoy podemos empezar éste ratito de silencio y de conversación preguntándonos qué
quiso decir el evangelista cuando escribió su relato. Estamos casi al comienzo del
evangelio y pareciera que el evangelista intentara contraponer dos mundos
distintos: el de los que habitan en las tinieblas y el de los que habitan en la
luz. En las tinieblas están el palacio de Herodes, los grandes de la época, los
sumos pontífices y los letrados; en las tinieblas están los que dominaban y
sabían la ley y la escritura. Los especialistas consultados respondieron con
toda exactitud a la pregunta que les hizo Herodes. Saben con toda certeza que
el llamado Rey de los judíos deberá
nacer en Belén y en una época como la que están viviendo. Así lo dicen y lo aciertan.
Sin embargo, no salen de las tinieblas en las que viven; su sabiduría no es
capaz de ponerlos en movimiento para encaminarse hacia esa luz que anuncian,
sino que los pone en guardia contra ella. A Herodes, esa respuesta le sirve
para atacar violentamente al Rey descubierto. No sabían hasta qué punto ese
Niño iba a estremecer los cimientos de la vida que disfrutaban, iba a cambiar
radicalmente el curso de la historia y sobre todo dejaría descubierto las intenciones
del corazón de todos[1]. De todos.
Frente a estos hombres, Mateo nos presenta otros que
vienen de la tiniebla pero no viven en ella; hombres que tienen una inquietud
que les hace salir de sus casas y de sus patrias para ir en busca de ese Rey
sin rostro y sin nombre que se anuncia en el cielo y que les espera para
sorprenderlos. Lo maravilloso de estos
magos de Oriente que caminaron hasta Jerusalén desde la oscuridad de su
paganismo es que fueron capaces de ver al Rey que buscaban en el Niño que
encontraron.
No hemos vuelto a saber nada más de ellos, pero ningún
rey de la historia, de lo que sabemos puntualmente su trayectoria desde el
nacimiento hasta la muerte, ha soportado el paso del tiempo manteniendo intacta
su popularidad y su juventud como estos tres Magos que todos los años, pasan por el mundo haciendo el
milagro de compartir con los demás la alegría que vivieron en Belén.
Hubo algo más que alegría en aquel momento de los Magos
con Jesús, hubo peligro para ellos. Tuvieron que huir de los poderosos que los habían
encaminado hasta Él. Resultaba peligroso que volvieran a Herodes para contarle
que, por fin, habían encontrado al Rey que buscaban. Parece ser que es
peligroso encontrarse con Dios y decírselo a los hombres y lo parece porque
esto es así no sólo en el caso de los Magos sino en muchas ocasiones en las que
los hombres han sido perseguidos porque se han atrevido a decirle al mundo como
es el Dios que han encontrado. Y es que el encuentro de Dios puede resultar fastidioso
cuando el encuentro se lleva a cabo desde la sinceridad y con la intención de
buscarlo intentando aceptar todas sus consecuencias.
Hoy celebramos que los Magos tuvieron su Epifanía, su
manifestación de Dios, porque supieron reconocer el rostro de Dios en los
rasgos de un hombre-niño. Por tanto la lección es sencilla: si no somos capaces
de encontrarnos con Dios en los hombres, no lo descubriremos nunca. Al menos no
encontraremos nunca al Dios de Jesucristo, que es Alguien vivo y cercano que
nos espera escondido en la mano del hombre que se tiende a nosotros para que la
estrechemos cuando sufre o cuando goza.
Ir al encuentro de un Dios en el que sólo se piensa o al
que sólo se le reza, compromete a poco; ir al encuentro de un Dios al que hay
que descubrir en el hombre, sabiendo que ese hombre, porque Dios lo ha querido
así, es mi hermano al que hay que amar tanto como nos amamos a nosotros mismos,
es algo que acarrea consecuencias imprevisibles y, a veces, muy molestas, sin embargo
si no caminamos por esa senda es muy posible que nunca alcancemos nuestra epifanía.
Podíamos hoy pedir a la Virgen Santísima que avive en nosotros
la ilusión y el espíritu que hizo a los Magos salir de su casa, preguntar
ansiosamente y descubrir a Dios iniciando un camino de conversión[2] ■