Jesús comienza su vida pública con un gesto sorprendente: se presentó a Juan para que lo bautizara[1],
y él los bautizaba en el río Jordán, a medida que confesaban sus pecados[2]. ¿Dónde
están los pecados de Jesús para que necesite del bautismo?
Mirad a mi siervo, escuchamos en la primera lectura, y podríamos añadir: y
mírenlo en la fila de los pecadores; es solidario, se acerca a la realidad del
hombre y de la sociedad. Redimirá desde la encarnación. Establece contacto
directo; no hablará desde las alturas del poder, ni desde teorías evadidas.
Está inmerso en la realidad ¡huele a oveja![3]…
El Señor sigue a Juan Bautista. Se separa, ya desde el
comienzo, de las teorías y prácticas de fariseos y saduceos. Cree que no es la
vuelta a la Ley lo que salvará, ni la violencia de los zelotes para expulsar a
los romanos del país. Como Juan, Jesús cree en un cambio, en la conversión, en dejar
la injusticia, el egoísmo, la idolatría del dinero y vivir en solidaridad y misericordia
con los hermanos. Solamente después de esto podremos creer en Dios,
convertirnos a Él, Padre de todos y hacer posible su reinado. La justicia es el
primer paso hacia la fe. Por eso el Señor se hace bautizar. Está de acuerdo con
la ruptura de la que este bautismo es signo; ruptura con el pasado, para hacer
posible la llegada del Reino de Dios. Por eso la justicia que salvará a los pobres
es la misión del siervo de Yavhé[4], enviado
a anunciar la salvación a los pobres[5].
Por eso, hoy más que nunca es necesario acercarnos a los
demás, sobre todo a los pobres y a todos los que sufren. Para detener la ola de
egoísmo que reduce al hombre a una búsqueda de bienestar egoísta, evadido y
culpable.
Y la compañía – o acompañamiento- a los pobres requiere
mucho más que limosnas de dinero, o de pasar con ellos un sábado al mes con
pretextos ¡ay! proselitistas. Ése acompañamiento va más allá, exige amor,
presencia cercana, acogida, solidaridad, ternura. El Señor no se avergonzó de
pasar por un pecador más. ¿Nos avergonzaremos nosotros de mancharnos con las
miserias de nuestros hermanos? ¿Les rechazaremos con escándalo farisaico?
Curando a los
oprimidos por el diablo, vuelve a decir la
primera lectura. No puede darse un resumen mejor de la vida del Señor: misericordia
y liberación. De ambas hizo el sentido de su vida como enviado del Padre. Amó
hasta el extremo. Quiso acercarse a los más alejados y desfavorecidos, para
mostrarles las preferencias de su Padre a favor de ellos. Con ello provocó el
escándalo de los buenos y se firmó su propia sentencia de muerte. No exigió
nada a cambio al acercarse a los pobres y pecadores; ni siquiera su conversión
como condición previa, y es que el suyo era un amor auténtico, sin límites, y con
ello revelaba un nuevo rostro de Dios: el de la misericordia. Aquella
misericordia entrañable que mostró Jesús con los más oprimidos puede
sensibilizar nuestras entrañas, deshumanizadas por el consumismo y la
inconsciencia.
Cada uno de nosotros recibimos el bautismo, y en aquel
momento –bebés- no entendimos absolutamente nada, ahora sabemos a qué nos compromete:
a hacer el bien y a liberar a los oprimidos. Misericordia y liberación. Acoger al que sufre; escuchar con
empatía; no huir de los marginados ni defenderse de los que tienen problemas;
defender los derechos de los oprimidos; gritar por los que no tienen voz, o por
los que no han nacido; amar con obras y de verdad. Este es el mensaje de Jesús
y nuestro compromiso bautismal[6].
Estar bautizado en el Espíritu significa estar dispuesto
a morir por los demás como Jesús. En la eucaristía celebramos que hacemos
camino con Jesús. Que su Espíritu está en nosotros y que recibimos su fuerza.
Demos gracias por el don del bautismo. Pidamos ser fiel a la llamada que hemos
recibido de trabajar por los demás, de mostrarles que Dios acoge a todos[7] ■
[1] Mt 3, 13
[2] Mt 3, 6.
[3]
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO EN LA SANTA MISA CRISMAL, Basílica Vaticana,
Jueves Santo 28 de marzo de 2013: http://www.vatican.va/holy_father/francesco/homilies/2013/documents/papa-francesco_20130328_messa-crismale_sp.html
[4]
Dicho mal y pronto, en el Antiguo Testamento «siervo de Yahveh» es un título,
digamos, honorífico. Dios llama «mi siervo» al que destina a colaborar en su
designio. Para cumplir o realizar este designio envía a su Hijo, siervo de Dios
por excelencia; así, este título expresa incluso el aspecto más misterioso de
su misión redentora: Cristo, en efecto, por su sacrificio expía la negativa de
servir que es el pecado y une a todos los hombres en el mismo servicio de Dios.
[5]
Misal romano, prefacio del Bautismo del Señor.
[6] L. Tous, Dabar 1993, 10.
[7]
J.M. Fisa, Misa Dominical 1982, 1.