Cada
siete años tenemos la alegría de celebrar ésta luminosa fiesta en Domingo. En
la primera fiesta de la Presentación hubo dos extraños invitados. Se invitaron
ellos mismos. María y José no hicieron otra cosa que "sentirse
maravillados" por la intervención de aquellos dos invitados-sorpresa. Él
se llamaba Simeón y era justo y piadoso. La tradición dice que era, además,
viejo. Lo llamamos el anciano Simeón.
Ella se llamaba Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era profetisa y tenía
84 años. Otra anciana. Ambos andaban por el templo paseando su esperanza. En una palabra: esperaban. Años y años
esperando. Hasta que llegó Jesús y reconocieron en Él al objeto de su
esperanza. Simeón improvisó un maravilloso poema de iluminación y Ana también
alabó al Señor. Ninguno de los dos estaba previsto en el ritual de la
Presentación pero he aquí que se erigieron en sombras maravilladas y luminosas
del Protagonista. Eran humildes y esperanzados, por eso quedaron recogidos en
el evangelio para siempre.
Simeón y Ana vivían con dos virtudes fuertes e importantes:
esperanza y lucidez. No se cansaron de esperar y, en el momento justo, supieron
descubrir al Salvador. No era fácil descubrirlo entre tanta gente, y no había
sido fácil resistir años y años de esperanza.
La esperanza es cada vez más difícil y, por eso, es, cada vez, más
virtud. Exige más fuerza, más entrega, mayor abundamiento de recursos
sobrehumanos, mayor confianza en Aquel-que-todo-lo-puede y, tantas veces,
parece que no puede nada.
Esperanza es confianza prolongada en el tiempo. Tensión. Pocos, muy
pocos resisten. Lucidez es iluminación. Rara iluminación que viene de dentro y
de fuera, de abajo y de arriba. Uno se deja iluminar por Quien puede hacerlo y,
al mismo tiempo, deja salir la luz para iluminar a quien quiera dejarse
iluminar. Todo, con sensatez y locura a
partes iguales. Sólo son lúcidos los humildes y esperanzados. Los que todo
lo esperan de Dios.
Qué dificil es para nuestra sociedad actual, para el ambiente en el
que vivimos, mantener la esperanza en la salvación. Hoy el evangelio nos invita
a los cristianos a mirar a estos do viejos que esperban, y en esperando
encuentran al niño y en encontrándolo, mueren contentos porque sólo cuando
Jesus llega tiene sentido la muerte de ellos. Es decir, la Vida.
La Presentación es una celebración de lucidez y esperanza y la
liturgia nos invita a dejarnos llevar por estas dos virtudes. La presentación
es una fiesta mística. Necesaria y misteriosa. El mundo de la Fe está lleno de
viejecitos cantarines y protocolos sencillísimos y papás sin brillo –sin brillo
aparente, queremos decir- que portan niños vulgares y sorpresas de luz que estallan
en cantos de esperanza iluminando las noches más insoportables. El misterio del
Misterio, resquebrajado por personas sencillas que viven y cantan, sufren y
esperan…
Hermano mio, hermana mía, la Salvación y la alegría no llegarán
traídos por el último sistema operativo o el último gadget, sino por la presencia del Señor. No
descubren a Jesús los sabios engreídos de su sabiduría sino los limpios y
humildes de corazón cuya esperanza conduce a la Lucidez, cuya lucidez conduce a
la Esperanza. María, José, Simeón, Ana. En medio, Jesús. Este Salvador jamás se
dejó atrapar por los poderosos, por eso la Presentación –el Hypapante, que
dicen los griegos[1]-
es fiesta de luz, esperanza, humildad y comunicación[2]
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[1] Es una fiesta antiquísima de origen
oriental. La Iglesia de Jerusalén la celebraba ya en el siglo IV. Se celebraba
allí a los cuarenta días de la fiesta de la Epifanía, el 14 de febrero. La
peregrina Eteria, que cuenta esto en su famoso diario, añade el interesante
comentario de que se "celebraba con el mayor gozo, como si fuera la pascua
misma". Desde Jerusalén, la fiesta se propagó a otras iglesias de Oriente
y de Occidente. En el siglo VII, si no antes, había sido introducida en Roma.
Se asoció con esta fiesta una procesión de las candelas. La Iglesia romana
celebraba la fiesta cuarenta días después de Navidad.
[2] Cfr. B.
M. Hernando, Dabar, 1992, 13.