Estrenamos un año (más) y como comunidad
cristiana celebramos a Santa María como Madre de Dios y, por voluntad del
Papa Pablo VI[1],
la jornada mundial de la Paz.
En el evangelio que acabamos de escuchar vemos a la
Virgen que guarda silencio; no escuchamos en absoluto su voz: María conservaba todas estas cosas,
meditándolas en su corazón. San Lucas, con esta expresión que repetirá más
adelante[2] indica que María considera
los acontecimientos de Belén como señales que anuncian el sentido de la vida de
Jesús y, sobre todo, el misterio pascual. Eso quiere decir que la Madre de
Jesús los vivía, no de una manera superficial o puramente sentimental, sino que
los conservaba en su corazón, en los más íntimo de su persona y se esforzaba
por entenderlos cada vez más y mejor.
Esta es la actitud que deberíamos tener también nosotros.
Es verdad que nos cuesta, que hay muchas cosas que nos distraen, que absorben
nuestra atención... pero hoy la Virgen María se nos presenta, una vez más, como
lo que realmente es ella: la primera y más excelsa cristiana y por ello nuestro
modelo indiscutible. No dejemos ir esta llamada de hoy. Procuremos, como ella,
profundizar en el misterio de Navidad. No nos quedemos simplemente en la
poesía, en el sentimiento, en el externo, en la paja que se lleva el viento. Pensemos
qué nos dice ahora, hoy y aquí el hecho de que el Hijo de Dios naciera en un
pesebre.
Precisamente esta es la señal dada por los ángeles a los
pastores. La señal no es ningún palacio, ninguna persona poderosa: es,
simplemente, un recién nacido colocado en un pesebre. Pensemos también cómo se
realizó la primera evangelización (anuncio de la Buena Nueva). No fue dirigida
a personas influyentes, sino a unos pastores que se encontraban acampados fuera
de la ciudad.
La invitación del día de hoy es a profundizar en el mensaje
de la Navidad: no nos quedemos simplemente en la corteza, en la periferia, en
puros sentimentalismos estériles... María, la Madre de Jesús, nos lo enseña.
Hoy, Jornada mundial de oración por la paz, la Virgen María,
modelo y signo de la Iglesia, nos indica que también nosotros hemos de ser
portadores de paz a nuestro mundo. Tengamos el valor para descubrir las causas
de los conflictos, no sólo a nivel mundial (a veces las guerras nos quedan
lejos físicamente) sino a nivel personal, familiar. Haríamos mal en
preocuparnos por la paz de los que están lejos de nosotros si nos
despreocupáramos de sembrarla a nuestro alrededor. Reflexionemos y pensemos que
si queremos de verdad la paz, no basta con un apretón de manos o una palmada en
la espalda.
Hoy comenzamos un año nuevo. Dice H. Hesse que «en cada
comienzo hay algo maravilloso que nos
ayuda a vivir y nos protege». Qué verdad se encierra en estas palabras cuando
uno mira todo comienzo con ojos de fe. De nuevo se nos ofrece un tiempo lleno
de esperanza y de posibilidades intactas. ¿Qué
haremos con él?
Las preguntas que podemos hacernos son muchas.
Aumentaremos nuestro nivel de vida y nuestro confort quizás, pero, ¿seguirá empequeñeciéndose nuestro
corazón? Tendremos tiempo para trabajar,
para poseer, para disfrutar, ¿lo tendremos también para crecer como personas, como cristianos, como miembros de
nuestra comunidad parroquial?
Este año será semejante a tantos otros. ¿Aprenderemos a
distinguir lo esencial de lo accesorio,
lo importante de lo accidental y secundario? Tendremos tiempo para
nuestras cosas, nuestros amigos,
nuestras relaciones sociales. ¿Tendremos tiempo para ser nosotros mismos? ¿Tendremos tiempo para Dios?
Y sin embargo, ese Dios al que arrinconamos día tras día
entre tantas ocupaciones y distracciones es el que sostiene nuestro tiempo y
puede infundir a nuestra existencia una
vida nueva, un sentido a todo –absolutamente todo- lo que llevamos en
nuestras pobres manos[3] ■