Que el Bautista viene del desierto no es necesario afirmarlo. Todo él sabe a
desierto. No sólo por lo más evidente como son su vestidura y austeridad de
vida, sino, sobre todo, por ser un
hombre que ha buscado, en la soledad y en el silencio, al que tenía que
anunciar.
Este segundo domingo de adviento es una invitación a
dejarnos seducir por ese grito en el
desierto que nos trae la lectura evangélica. Sería sanador, para cada uno de
nosotros, una lectura pausada y silenciosa
del relato. En él encontramos las austeridades del protagonista que se traducen
en denuncia de nuestra vida facilona y
consumista, de nuestra vida que rehúye el sacrificio y el dolor. Seguro que
pondremos todos los matices posibles a sus exageraciones pero, en el fondo de
nuestro corazón, quizá tengamos que reconocer que nos produce una cierta envidia su valiente modo
de enfrentarse con la vida.
También su lenguaje es provocador. No tiene miedo de hablar
del juicio y de la ira de Dios, así como de la inseguridad del hombre ante
tales realidades. “Es como del Antiguo Testamento” podemos pensar, pero
los encontronazos del Señor con los
fariseos no eran más suaves[1].
El punto está en que el Bautista nos presenta un rostro de Cristo un tanto
desconocido para nuestras mentalidades
cristianas actuales: como el que viene a traer el Espíritu como un fuego purificador
para poder aventar la parva y separar el trigo de la paja. El prefacio lo dirá
de manera similar y hermosa:
Tú nos has
ocultado el día y la hora
en que
Cristo, tu Hijo, Señor y Juez de la historia,
aparecerá,
revestido de poder de gloria,
sobre las
nubes del cielo.
En aquel día
terrible y glorioso
pasará la
figura de este mundo
y nacerán
los cielos nuevos y la tierra nueva.
El mismo
Señor
que se nos
mostrará entonces lleno de gloria
viene ahora
a nuestro encuentro
en cada
hombre y en cada acontecimiento,
para que lo
recibamos en la fe
y por el
amor demos testimonio
de espera
dichosa de su reino[2].
El fuego quema lo que no resiste su calor. Es como el
juicio de Dios, que discierne entre lo verdadero y lo falso. Fuego interior
capaz de destruir las sutiles mentiras con que nos defendemos. Lo trajo Jesús
para que arda, queme e ilumine[3].
El fuego de Jesús da vida. Es el fuego del Espíritu que
penetra cada uno de nuestros corazones y los transforma desde dentro. Es el
fuego del amor del Padre, manifestado en el amor de Jesús; es el fuego que hace
presente en nosotros al Espíritu de Dios. No basta el agua. Hace falta Espíritu
y fuego. De nada sirve el bautismo cuando falta el cambio radical de mentalidad
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