Año 2013, un mundo por completo globalizado y sin embargo seguimos
desconcertados ante el problema del dolor: ¿por qué las desgracias, violencias,
catástrofes, luchas...? El mal es uno de los problemas que nos afligen y que
puede teñir la vida de color de tragedia, dejándonos sin sentir la presencia de
Dios, o peor aún con la sensación de que, sí, hay Alguien, pero no se preocupa
con excesiva atención de los hombres.
Ante el mal experimentamos el límite de nuestras fuerzas;
existen adversidades que no podemos controlar, sin embargo en ninguna situación
podemos perder la esperanza. No podemos olvidar que el justo vive de la fe[1].
La actitud del cristiano debe ser de confianza absoluta y plena en Dios. Los
que creemos en Evangelio sabemos que el Señor no quiere el mal, y por ello
confiamos no sólo cuando todo es próspero sino incluso en los sufrimientos y
las tribulaciones interiores.
Si en alguna ocasión nos faltan argumentos para soportar es
momento de volver la vista al crucifijo: el mismo Dios, en Cristo, ha
experimentado el dolor y la desnudez radical y terrible de la muerte. En Cristo
doliente se ilumina el misterio del dolor, en
tus manos encomiendo mi espíritu[2].
La fe es una inmensa fuerza que permite vencerlo todo.
Con la fe nos hacemos poderosos, podemos aguantar lo que parece imposible[3].
Somos siervos sin mérito, sí, ciertamente responsables,
pero fiados en la misericordia divina. Hemos de sentirnos llamados a través de
la fe a asociarnos a Cristo en su combate contra el reino del mal ¿estamos
dispuestos?
La Virgen María -¡Ah, María! ¡Qué haríamos en la Iglesia
sin su presencia maternal!- ella realiza de la manera más perfecta la obediencia de la
fe. Durante toda su vida, y hasta su última prueba, cuando Jesús, su hijo,
murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el cumplimiento de
la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización
más pura de la fe[4].
Todo a Jesús por María, todo a María para Jesús ■