XXVII Domingo del Tiempo Oridnario (C) 6.X.2013

Año 2013, un mundo por completo globalizado y sin embargo seguimos desconcertados ante el problema del dolor: ¿por qué las desgracias, violencias, catástrofes, luchas...? El mal es uno de los problemas que nos afligen y que puede teñir la vida de color de tragedia, dejándonos sin sentir la presencia de Dios, o peor aún con la sensación de que, sí, hay Alguien, pero no se preocupa con excesiva atención de los hombres.

Ante el mal experimentamos el límite de nuestras fuerzas; existen adversidades que no podemos controlar, sin embargo en ninguna situación podemos perder la esperanza. No podemos olvidar que el justo vive de la fe[1]. La actitud del cristiano debe ser de confianza absoluta y plena en Dios. Los que creemos en Evangelio sabemos que el Señor no quiere el mal, y por ello confiamos no sólo cuando todo es próspero sino incluso en los sufrimientos y las tribulaciones interiores.

Si en alguna ocasión nos faltan argumentos para soportar es momento de volver la vista al crucifijo: el mismo Dios, en Cristo, ha experimentado el dolor y la desnudez radical y terrible de la muerte. En Cristo doliente se ilumina el misterio del dolor, en tus manos encomiendo mi espíritu[2].

La fe es una inmensa fuerza que permite vencerlo todo. Con la fe nos hacemos poderosos, podemos aguantar lo que parece imposible[3].

Somos siervos sin mérito, sí, ciertamente responsables, pero fiados en la misericordia divina. Hemos de sentirnos llamados a través de la fe a asociarnos a Cristo en su combate contra el reino del mal ¿estamos dispuestos?

La Virgen María -¡Ah, María! ¡Qué haríamos en la Iglesia sin su presencia maternal!- ella realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. Durante toda su vida, y hasta su última prueba, cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el cumplimiento de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe[4]. Todo a Jesús por María, todo a María para Jesús ■


[1] Cfr Rom 1, 17.
[2] Lc 23, 45.
[3] J. Guiteras, Misa Dominical, 1974, n. 3
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n°. 148-149
Ilustración: Mater Dolorosa, Frye Art Museum (Seattle) 

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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