Los dos hombres que se encuentran con Dios –el
sirio de la primera lectura y el leproso del evangelio- eran extranjeros,
ninguno de los dos pertenecía al pueblo elegido, ninguno estaba, digámoslo así,
en las mejores condiciones, sin embargo, ambos supieron ver más allá de su
propia miseria para llegar al hecho –aun más sorprendente que su curación- de
que habían descubierto al Dios que salva, al Dios que cura.
Encontrarse con Dios: este es nuestro gran reto durante nuestro
paso por la tierra. Nos guste o no, es así. Podemos vivir toda una vida
llamándonos cristianos y no haber descubierto de verdad a Dios, ni siquiera
haberlo intentado.
Nadie puedo exigir para sí, en exclusiva, la salvación de Dios.
Pero nueve de aquellos diez leprosos sí creían que Dios les debía aquel favor.
Por eso son incapaces de volver agradecidos. Uno sólo, el extranjero –el
samaritano, el rechazado de los judíos, el de inferior categoría, el
indeseable-, es capaz de descubrir que el Señor ha obrado en él y actuar en
consecuencia: retornar agradecido hasta Jesús. Con una vuelta que no es física
o geográfica, es algo mucho más profundo, más radical, mucho más personal. Nosotros
estamos llamados a hacer lo mismo: a volver constantemente a Jesús y darle las
gracias. Volver agradecidos a Jesús es reconocer que la propia vida, en su
totalidad, ha dado un giro porque en ella se ha producido ese encuentro.
Volver agradecido a Jesús es también optar por Él y por su causa.
Quien ha reconocido a Jesús como el Señor, como el Salvador, ya no puede
construir su vida sin contar con Él. Más aún: no puede construir su vida sin
darle a Él el papel principal, el papel protagonista. No puede construir su
vida sin contar con Él como la clave de interpretación de toda la existencia.
Vivir la experiencia del leproso –es decir, del pecador, del
angustiado, del que no tiene esperanza, o del pobre; vivir la experiencia de
nuestro ser incompleto, deficiente y necesitado de plenitud- ¡eso es entrar por
el camino de la salvación! Es reconocernos tal cual somos, en nuestra real -y
pobre- realidad; saber que necesitamos de un salvador y descubrirlo en Jesús.
Esta es la experiencia más profunda que
el hombre es capaz y por lo mismo la más auténticamente humana que podemos
tener.
Sin esta actitud, sin este sentimiento no comprenderemos nunca el
sentido de la Misa, y por eso se vuelve larga y aburrida; por eso andamos de
San Rapidito en San Rapidito, buscando siempre la parroquia donde sea todo más rápido.
La parte central de la Misa, lo que llamamos la «plegaria
eucarística», es fundamentalmente un decir «gracias» al Padre: gracias por su
amor que nos ha manifestado en Jesús, gracias por su Espíritu Santo que nos da
para que también nosotros vivamos de y en el amor.
De la Misa –y con frecuencia lo olvidamos- lo más importante no es
escuchar o pedir esto o aquello, sino decir a Dios, nuestro Padre del cielo: ¡gracias!
Gracias por todo, pero sobre todo gracias porque nos ha hecho conocer, querer y
seguir a Jesús.
No andemos pues, distraídos, ante la presencia del Señor, ante las
sorpresas de los acontecimientos ordinarios. Con corazón agradecido busquemos
las huellas del paso de Dios a través de la de los hechos más ordinarios y
también de los extraordinarios, como la celebración dominical de la Eucaristía ■