XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario 16.X.2013

Los dos hombres que se encuentran con Dios –el sirio de la primera lectura y el leproso del evangelio- eran extranjeros, ninguno de los dos pertenecía al pueblo elegido, ninguno estaba, digámoslo así, en las mejores condiciones, sin embargo, ambos supieron ver más allá de su propia miseria para llegar al hecho –aun más sorprendente que su curación- de que habían descubierto al Dios que salva, al Dios que cura.

Encontrarse con Dios: este es nuestro gran reto durante nuestro paso por la tierra. Nos guste o no, es así. Podemos vivir toda una vida llamándonos cristianos y no haber descubierto de verdad a Dios, ni siquiera haberlo intentado.

Nadie puedo exigir para sí, en exclusiva, la salvación de Dios. Pero nueve de aquellos diez leprosos sí creían que Dios les debía aquel favor. Por eso son incapaces de volver agradecidos. Uno sólo, el extranjero –el samaritano, el rechazado de los judíos, el de inferior categoría, el indeseable-, es capaz de descubrir que el Señor ha obrado en él y actuar en consecuencia: retornar agradecido hasta Jesús. Con una vuelta que no es física o geográfica, es algo mucho más profundo, más radical, mucho más personal. Nosotros estamos llamados a hacer lo mismo: a volver constantemente a Jesús y darle las gracias. Volver agradecidos a Jesús es reconocer que la propia vida, en su totalidad, ha dado un giro porque en ella se ha producido ese encuentro.

Volver agradecido a Jesús es también optar por Él y por su causa. Quien ha reconocido a Jesús como el Señor, como el Salvador, ya no puede construir su vida sin contar con Él. Más aún: no puede construir su vida sin darle a Él el papel principal, el papel protagonista. No puede construir su vida sin contar con Él como la clave de interpretación de toda la existencia.

Vivir la experiencia del leproso –es decir, del pecador, del angustiado, del que no tiene esperanza, o del pobre; vivir la experiencia de nuestro ser incompleto, deficiente y necesitado de plenitud- ¡eso es entrar por el camino de la salvación! Es reconocernos tal cual somos, en nuestra real -y pobre- realidad; saber que necesitamos de un salvador y descubrirlo en Jesús. Esta  es la experiencia más profunda que el hombre es capaz y por lo mismo la más auténticamente humana que podemos tener.

Sin esta actitud, sin este sentimiento no comprenderemos nunca el sentido de la Misa, y por eso se vuelve larga y aburrida; por eso andamos de San Rapidito en San Rapidito, buscando siempre la parroquia donde sea todo más rápido.

La parte central de la Misa, lo que llamamos la «plegaria eucarística», es fundamentalmente un decir «gracias» al Padre: gracias por su amor que nos ha manifestado en Jesús, gracias por su Espíritu Santo que nos da para que también nosotros vivamos de y en el amor.

De la Misa –y con frecuencia lo olvidamos- lo más importante no es escuchar o pedir esto o aquello, sino decir a Dios, nuestro Padre del cielo: ¡gracias! Gracias por todo, pero sobre todo gracias porque nos ha hecho conocer, querer y seguir a Jesús.


No andemos pues, distraídos, ante la presencia del Señor, ante las sorpresas de los acontecimientos ordinarios. Con corazón agradecido busquemos las huellas del paso de Dios a través de la de los hechos más ordinarios y también de los extraordinarios, como la celebración dominical de la Eucaristía

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


Powered By Blogger