Podemos imaginar un padre y a un hijo sin hablar nunca entre sí? ¿Y a unos
enamorados que no hablasen o lo hiciesen sólo de vez en cuando? ¿Y los amigos
sumidos en un mutismo constante? Especímenes
rarísimos, sin duda…
Uno de los dones que más apreciamos –porque nos permite
relacionarnos- es el de la palabra. A través de la palabra podemos decir al
otro nuestro amor (u odio), respeto (o desdén), confianza o inquietud, su
admiración e incluso mostrar desprecio… Es inimaginable un hombre que no hable
con aquél que, de un modo u otro, ama. Y sin embargo, en el cristianismo
tenemos que esforzarnos por convencernos de la necesidad de la oración cuando
la oración es sólo y únicamente hablar con Dios, con ese Dios al que decimos
amar y seguir.
Orar para nosotros debería ser tan natural como lo es
hablar; debería ser natural la necesidad de ponernos en contacto con Dios para
decirle que le amamos y que le necesitamos. Ciertamente debemos hacer un
esfuerzo para hablar con Dios al no encontrar, inmediatamente, la relación
directa que encuentra aquí con "el otro" a quien nos dirigimos. Pero
no es menos cierto que si tenemos una fe viva crecerá la necesidad de acudir al Señor, aún cuando se tenga la impresión de
ser un monólogo sin respuesta…Detengámonos un momento en ésta idea el día de hoy.
El Señor insiste en el evangelio en la necesidad de orar.
En momentos especialmente dolorosos y peligrosos para El y los suyos les hablará
de su posible deserción advirtiéndoles que oren para no caer en la tentación[1], ¡Y
es tan fácil caer en ella! En la tentación diaria de la indiferencia, de la
vida fácil, del no comprometerse, del sentarse a ver la vida pasar…
El Señor nos llama a que oremos por encima de cualquier
sensación de fracaso, con la insistencia que acometemos lo que de verdad nos
interesa.
No me atrevería a afirmar que hoy hay una crisis de oración,
sólo pensaría que estamos tan llenos de ruidos, de prisa, de orgullo, de
competitividad, de grandes logros y de no menos grandes y ruidosos fracasos, que
nos hemos olvidado de que ahí, cerca de nosotros y aun en la intimidad de nuestro
corazón Dios está esperando a que le dediquemos unos minutos, un poco de tiempo
para decirle, con sencillez, lo que pensamos,
tememos, deseamos padecemos y gozamos. Y es que la oración, la conversación con
el Señor es justamente eso: tratar de
amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama[2]
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