Conocemos bien la parábola porque la hemos escuchado muchas
veces: el rico despreocupado que banquetea espléndidamente, ajeno al sufrimiento de los
demás y
un pobre mendigo a quien nadie daba nada. Dos hombres distanciados por un
abismo de egoísmo e
insolidaridad que, según las palabras del Señor, puede hacerse definitivo, por toda la
eternidad.
Es bueno que nos adentremos un poco,
digamos, en el pensamiento del Señor (aunque la frase suena pretenciosa). Aquel
hombre rico de la parábola no es descrito como un explotador que oprime sin escrúpulos a sus siervos, ni como un tirano,
tampoco como un asesino o un adúltero. No. No es ése su pecado. Aquel hombre es condenado
sencillamente porque disfruta despreocupadamente de su riqueza sin acercarse a
la necesidad de Lázaro.
Buen cuidado tiene el evangelista –y antes, el Señor- de poner un nombre
concreto al segundo personaje: Lázaro.
Esta es la convicción profunda de Jesús: la riqueza en cuanto "apropiación excluyente de la abundancia", no
hace crecer al hombre, sino que lo destruye y deshumaniza pues lo va haciendo
indiferente, apático
e insolidario ante la desgracia ajena.
La parábola de hoy es un reto y una llamada de
conciencia: ¿Podemos seguir organizándonos nuestras cenas de fin de semana,
nuestras bodas con vestidos de miles de pesos y centenares de invitados donde
se desperdicia la comida y la bebida, y continuar disfrutando alegremente de
nuestro bienestar, cuando el fantasma de la pobreza está presente en muchos hogares?
Hermano mío, hermana mía, nuestro gran
pecado puede ser la apatía social: encerrarnos en "nuestra vida", en nuestra
comodidad –iba a poner en nuestra terraza del Country Club pero no sea que
hiera yo alguna susceptibilidad- quedándonos ciegos e insensibles ante la
frustración, la
humillación, la
crisis familiar, la inseguridad y la desesperación de esos hombres y mujeres.
Hoy el Señor llama a la puerta del corazón
de cada uno, una vez más, y nos pregunta: “Oye, y tú ahí tan cómodo ¿qué haces
por los que menos tienen?” El Señor, con la parábola, no busca asustarnos con
un infierno futuro o consolarnos con un paraíso futuro. Él va más allá. Pretende
mostrarnos cómo el cielo comienza allí donde resuena la palabra de Dios que
permite a un hombre despertarse de su modorra y encontrar al propio hermano”[1].
Y como las cosas mientras más aterrizadas,
mejor. Aquí en San Francesco di Paola[2]
queremos hacer algo concreto y útil por las personas que muchas noches duermen
en la plaza que está junto a la parroquia[3]
o en el puente que une la i-35 con la calle Santa Rosa. Queremos tener en la
oficina un stock de ropa en buen
estado para tener algo qué ofrecer a ésas personas cuando se acercan a la
parroquia a buscar algo. Y cuando decimos “en buen estado” no nos referimos a ropa
que de tan vieja y raída nadie puede sacar provecho. En realidad no somos un
bote de basura, sino una comunidad parroquial que busca ayudar a los que menos
tienen –o no tienen nada- con cosas en buen estado; cosas que puedan serles útiles:
cobijas, alimentos no perecederos, artículos de aseo personal, etc. ¿Nos
ayudas? Si vienes a Misa por la mañana a la diez, o a la una y media el domingo
puedes traerlos en bolsas o cajas y entregárselo al Fader al final de la misa,
o dejarlos en la oficina de la parroquia que está abierta de lunes a viernes de
las nueve de la mañana a la una de la tarde.
Tenemos
el peligro de acomodarnos en el silloncito muy cómodo de nuestra salita de
estar –monísima, llena de buen gusto y de tono humano- olvidándonos de los
demás, aunque estén a nuestra puerta. No hay nadie más difícil de ver que aquel
a quien no queremos ver, porque nos complicaría la vida, la haría difícil e incómoda. Se puede encontrar uno
muy bien entre los amigos y no ver a los que están fuera, se está tan bien en
el comedor, que ya no miramos por la ventana ■