Siempre me ha
impresionado la heladora soledad del hombre de la parábola del evangelio de éste
domingo. Nadie está tan solo como este hombre rodeado –casi sofocado- de sus
bienes. Más que contar sus rentas, parece hablar con ellas. Lo vemos en
coloquio con las cifras, en diálogo
amoroso con los libros contables. Su voz tiene el sonido de los dineros, de
las monedas al caer (¿el mismo sonido que tanto atormentó a Judas?). Es un
individuo sin nombre, sin rostro. No tiene mujer, ni hijos, ni amigos. El único
lazo estrecho son sus bienes materiales. Se identifica con las propias
riquezas. El mismo se convierte en campo, grano, trigo, almacén, número,
cartera. Ya no es un hombre. Es una cosa en medio de las cosas. Los bienes, en
lugar de ser vehículos de comunicación, de relación con los otros, para él son
cosas a acumular, conservar, proteger, defender. En vez de ser medios se
convierten en fin, al que se sacrifica todo. Y terminan por cerrarlo en una
prisión. Es un hombre triste; un prisionero. Puede incluso ampliar los
almacenes, pero no logrará ya salir de ellos. Es un hombre cerrado, sin futuro
¡y que piensa que está seguro por muchos años!
Cuando
se pronuncia la terrible sentencia: «Esta noche te van a exigir la vida», en
realidad él ya está muerto desde hace tiempo. La sentencia la pronunció él
sobre sí mismo. Con acierto se ha subrayado A. Maillot (de quien tomo alguna de
estas observaciones) que más que un castigo es una concesión.
Aquel
hombre se le llama necio. Necio, porque funda la propia seguridad en el tener y
no en el ser.
Porque
se afana por poseer y acumular, en vez de comprometerse a crecer.
Porque
se identifica con las cosas, y no las transforma en sacramento de comunión con
los hermanos.
Porque
cree que mucho dinero significa mucha vida.
Porque
piensa que la posesión egoísta da alegría.
Porque
no sospecha que, aunque le salgan bien las cuentas, su existencia esta en
bancarrota.
Porque
está en adoración y no ve más que el propio «yo». No se para jamás frente a un
«tú».
Porque
no se percata de que la vida va llena de amistad, de don, de relaciones, no de
cosas.
Hermano
mío, hermana mía, la posesión es siempre limitación. Nuestro espíritu y nuestro
corazón tienden a empequeñecerse, a reducirse a las dimensiones de los objetos
sobre los que se cierran, a las dimensiones de los bienes sobre los que se
repliegan. La facultad de poseer se sitúa al nivel más profundo de nosotros
mismos, allí donde un objeto externo puede entrar solamente interiorizándose. Para
poseer verdaderamente una cosa, es necesario establecer con ella no una
relación de posesión, de agresividad, sino de participación, de maravilla, de
contemplación. De aquí la importancia de participar atentamente de la dimensión
litúrgica de nuestra fe católica. El hombre o la mujer que participan
atentamente de lo litúrgico (y no el hombre o la mujer económicos) es el que
está en armonía con todo lo creado.
La
tierra pertenece a los mansos, o sea, a aquellos que nada reivindican.
Solamente el que ora, teniendo las manos vacías, libres, puede orar en las
cosas y con las cosas.
«En
la edad media se celebraban las nupcias de Francisco con dama pobreza, se
intentaba visibilizar lo invisible, es decir, el secreto que se había hecho en
él poesía y felicidad, contemplación y seguridad... Francisco lleva sobre sí
mismo el signo de la liberación en la alegría, que es seguridad, y en la contemplación,
que es poesía... La historia no ha olvidado todavía a este hombre martirizado
en el cuerpo que redescubrió las estrellas, las flores, el agua, el fuego, el
sol, los pájaros, toda la creación, finalmente liberada de angustia y hecha
verdad y poesía»[1].
Hay
un momento, en la misa, en el que se nos recuerda el uso correcto que debemos
hacer de las manos: el ofertorio; esas manos que encuentran su función más
verdadera en el gesto de la ofrenda. Se nos dieron las manos para dar. Quien
las usa habitualmente, sólo para comprar, tener, agarrar, todavía no ha
aprendido a usarlas, aunque esté muy avanzado en años. Sobre todo no ha gustado
la alegría más grande: la alegría de dar.
Nos
preocupamos de enseñar a caminar. Y el día en que el niño da los primeros pasos
se celebra como un gran acontecimiento en la familia. Sería necesario hacer
fiesta cuando el niño comienza a usar las manos de la única manera correcta,
que es la manera del dar.
Nuestras
cuentas, a diferencia de aquellas del «necio» de la parábola, saldrán, cuando
salgan las cuentas de los otros[2].