XIV Domingo del Tiempo Ordinario (C)

Con frecuencia, entendemos la evangelización (¿así se lo hemos oído predicar a nuestros obispos o sacerdotes?) de manera, digamos, meramente doctrinal, por tanto predicar o compartir el evangelio sería dar a conocer la doctrina de Jesús a quienes todavía no la conocen o la conocen de manera insuficiente. Si entendemos las cosas así, las consecuencias son evidentes: necesitamos, en primer lugar, medios de poder con los cuales asegurar que el mensaje llegue a todos. Además son necesarios (¿así lo aprendimos?) cristianos “bien formados doctrinalmente”, con “tono humano” (¡ay frase desafortunada!) que conozcan bien la doctrina y sean capaces de transmitirla de la manera más persuasiva y convincente. Estructuras, técnicas y pedagogías adecuadas y desde luego un soporte eclesial adecuado para propagar el mensaje cristiano. Finalmente es importante el número de evangelizadores que con los mejores medios lleguen a convencer al mayor número de personas.

Todo esto es razonable, sí y encierra, sin duda, grandes valores. Pero si uno se detiene un momento y con atención en la persona del Señor, en su actuación, en su acción evangelizadora, las cosas cambian bastante. El Evangelio no es sólo ni, sobre todo, una doctrina. El Evangelio es la persona de Jesús. La experiencia humanizadora, salvadora, liberadora que comenzó con Jesús.

Por eso, querido hermano y hermana, evangelizar no es sólo propagar una doctrina, sino hacer presente en el corazón mismo de la sociedad y de la vida humana la fuerza salvadora del acontecimiento y la persona de Jesucristo. Y esto no se hace de cualquier manera.

Para hacer presente esa experiencia, los medios más adecuados son que menos nos llaman la atención; no son el poder, ni el dominio, ni el prestigio, ni siquiera una teología impecable, sino los mismos (medios) de los que se sirvió el mismo Jesús: solidaridad con los jodidos (sic), acogida a cada persona, perdón ¡creación de comunidad! Sobre todo en la vida parroquial, defensa de la vida y del matrimonio…

Para predicar y evangelizar y propagar la fe cristiana lo importante es contar con testigos en cuya vida se pueda percibir la fuerza que encierra la persona de Jesús. La teología y la buena formación y los medios económicos son muy buenos cuando están al servicio de los demás EN el Señor; cuando no, son un estorbo y hasta una piedra de tropiezo[1].

El testimonio tiene primacía absoluta. Las estructuras, instituciones y técnicas son importantes en la medida en que son necesarias para sostener la vida y el testimonio de los creyentes. Por eso, lo más importante no es tampoco el número sino la calidad de vida de la comunidad que puede irradiar fuerza evangelizadora. Quizá ésta mañana, en ése rato que dedicamos a hablar cara a cara con el Señor debamos detenernos dos veces en sus palabras: No llevéis talega ni alforja ni sandalias[2] y pensar cuáles son esas sandalias y esa talega y esa alforja que nos estorban para hacer presente, en medio de aquellos con quienes más convivimos, la persona de Jesucristo ■



[1] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra, 1985, p. 325 ss.
[2] Cfr Lc 10, 1-12. 17-20. 

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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