Quien dice la gente que soy
yo? Hace dos mil años un hombre formuló esta pregunta a un
grupo de amigos[1].
Y la historia no ha terminado aún de responderla. El que preguntaba era
simplemente un aldeano que hablaba a un grupo de pescadores. Nada hacía
sospechar que se tratara de alguien importante. Vestía pobremente. Él y los que
le rodeaban eran gente sin cultura, sin lo que el mundo llama
"cultura". No poseían títulos ni gadgets.
No tenían dinero ni posibilidades de adquirirlo. No contaban con armas ni con
poder alguno. Eran todos ellos jóvenes, poco más que unos muchachos, y dos de
ellos –uno precisamente el que hacía la pregunta- morirían antes de dos años
con las más violentas de las muertes. Todos los demás acabarían, no mucho
después, en la cruz o bajo la espada. Eran, ya desde el principio y lo serían
siempre, odiados por los poderosos. Pero tampoco los pobres terminaban de
entender lo que aquel hombre y sus doce amigos predicaban. Era, efectivamente,
un incomprendido.
Los violentos lo veían débil y manso. Los custodios del
orden le juzgaban, en cambio, violento y peligroso. Los cultos le despreciaban
y le temían. Los poderosos se reían de su locura. Había dedicado toda su vida a
Dios, pero los ministros oficiales de la religión de su pueblo le veían como un
blasfemo y un enemigo del cielo. Eran ciertamente muchos los que le seguían por
los caminos cuando predicaba, pero a la mayor parte les interesaban más los
gestos asombrosos que hacía o el pan que les repartía que todas las palabras
que salían de sus labios. De hecho todos le abandonaron cuando sobre su cabeza
rugió la tormenta de la persecución de los poderosos y sólo su madre y tres o
cuatro amigos más le acompañaron en su agonía.
La tarde de aquel viernes, cuando la losa de un sepulcro
prestado se cerró sobre su cuerpo, nadie habría dado un céntimo por su memoria,
nadie habría podido sospechar que su recuerdo perduraría en algún sitio, fuera
del corazón de aquella pobre mujer –su madre- que probablemente se hundiría en
el silencio del olvido, de la noche y de la soledad.
Y... sin embargo, veinte siglos después, la historia
sigue girando en torno a aquel hombre. Los historiadores siguen diciendo que
tal hecho o tal batalla ocurrió tantos o cuantos años antes o después de él.
Media humanidad, cuando se pregunta por sus creencias, sigue usando su nombre
para denominarse. Dos mil años después de su vida y muerte, se siguen
escribiendo cada año más de mil volúmenes sobre su persona y doctrina. Su
historia ha servido como inspiración para, al menos, la mitad de todo el arte
que ha producido el mundo desde que él vino a la tierra. Y, cada año, decenas
de miles de hombres y mujeres dejan todo –sus familias, sus costumbres, tal vez
hasta su patria- para seguirle enteramente, como aquellos doce primeros amigos.
¿Quién, quién es este hombre por quien tantos han muerto,
a quien tantos han amado hasta la locura y en cuyo nombre se han hecho también
-¡ay!- tantas violencias? Desde hace dos mil años, su nombre ha estado en boca
de millones de agonizantes, como una esperanza, y de millares de mártires, como
un orgullo. ¡Cuántos han sido encarcelados y atormentados, cuántos han muerto
sólo por proclamarse seguidores suyos! Y también -¡ay!- ¡cuántos han sido
obligados a creer en él con riesgo de sus vidas, cuantos tiranos han levantado
su nombre como una bandera para justificar sus intereses o sus dogmas
personales! Su doctrina, paradójicamente, inflamó el corazón de los santos y
las hogueras de la Inquisición. Discípulos suyos se han llamado los misioneros
que cruzaron el mundo sólo para anunciar su nombre y discípulos suyos nos
atrevemos a llamarnos quienes -¡por fin!- hemos sabido compaginar su amor con
el dinero.
¿Quién es, pues, este personaje que parece llamar a la
entrega total o al odio frontal, este personaje que cruza de medio a medio la
historia como una espada ardiente y cuyo nombre –o cuya falsificación- produce
frutos tan opuestos de amor o de sangre, de locura magnífica o de vulgaridad?
¿Quién es y qué hemos hecho de él, cómo hemos usado o traicionado su voz, qué
jugo misterioso o maldito hemos sacado de sus palabras? ¿Es fuego o es opio?
¿Es bálsamo que cura, espada que hiere o morfina que adormila? ¿Quién es?
¿Quién es? Pienso que el hombre que no ha respondido a esta pregunta puede
estar seguro de que aún no ha comenzado a vivir. Gandhi escribió una vez:
"Yo digo a los hindúes que su vida será imperfecta si no estudian
respetuosamente la vida de Jesús". ¿Y qué pensar entonces de los cristianos
que todo 1o desconocen de él, que dicen amarle, pero jamás le han conocido
personalmente?
Y es una pregunta que urge contestar porque, si él es lo
que dijo de sí mismo, si él es lo que dicen de él sus discípulos, ser hombre es
algo muy distinto de lo que nos imaginamos, mucho más importante de lo que
creemos. Porque si Dios ha sido hombre, se ha hecho hombre, gira toda la
condición humana. Si, en cambio, él hubiera sido un embaucador o un loco, media
humanidad estaría perdiendo la mitad de sus vidas.
Conocerle no es una curiosidad. Es mucho más que un
fenómeno de la cultura. Es algo que pone en juego nuestra existencia. Porque
con Jesús no ocurre como con otros personajes de la historia. Que César pasara
el Rubicón o no lo pasara, es un hecho que puede ser verdad o mentira, pero que
en nada cambia el sentido de mi vida. Que Carlos V fuera emperador de Alemania
o de Rusia, nada tiene que ver con mi salvación como hombre. Que Napoleón
muriera derrotado en Elba o que llegara siendo emperador al final de sus días
no moverá hoy a un solo ser humano a dejar su casa, su comodidad y su amor y
marcharse a hablar de él a una aldehuela del corazón de África.
Pero Jesús no, Jesús exige respuestas absolutas. Él
asegura que, creyendo en él, el hombre salva su vida e, ignorándole, la pierde.
Este hombre se presenta como el camino,
la verdad y la vida[2].
Por tanto –si esto es verdad- nuestro camino, nuestra vida, cambian según sea
nuestra respuesta a la pregunta sobre su persona. ¿Y cómo responder sin
conocerle, sin haberse acercado a su historia, sin haber leído y releído sus
palabras?[3] ■