II Domingo de Pascua (C)


Dichosos los que crean sin haber visto. Es la, digamos, respuesta del Señor a la profesión de fe de Tomás, aquel que no creía, el racional, el que daba demasiadas vueltas a las cosas pero que, afortunadamente, permanece unido a la comunidad.

Las experiencias de Pascua terminaron un día. Ninguno de nosotros se ha vuelto a  encontrar con el resucitado. Ya no tenemos, hoy día o experiencias semejantes. Y si las experiencias que se esconden tras esos relatos no son ya accesibles a nosotros y si no pueden ser revividas de alguna manera en nuestra propia experiencia ¿no quedarán todos estos relatos maravillosos en algo muerto que ni la mejor de las  exégesis logrará devolver a la vida?  

A lo largo y ancho de la historia ha habido hombres que han vivido experiencias extraordinarias a partir de la participación digamos, normal, de la vida de la comunidad parroquial. No se puede leer sin emoción el fragmento que encontraron en una prenda  de vestir de Blas Pascal. Con exactitud nos indica el gran pensador francés el momento preciso en  que vivió una experiencia estremecedora que dejó huella imborrable en su alma. No parece tener palabras adecuadas para describirla: «Seguridad plena, seguridad  plena... Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría... Jesucristo. Yo me he separado de Él;  he huido de Él; le he negado y crucificado. Que no me aparte de Él jamás. El está únicamente en los caminos que se nos enseñan en el Evangelio»[1].

No se trata de desear vivir experiencias tan profundas y singulares como la vivida por Pascal, ni de pretender encontrarnos con el resucitado de manera idéntica a como se encontraron con él los primeros discípulos sobre cuyo testimonio único descansan todas nuestras experiencias de fe, sino de estar insertados en una comunidad parroquial como constantemente pide la Iglesia. Es ahí, en la parroquia, donde nos esperan las experiencias para encontrar al Señor[2]

¿Hemos de renunciar a toda experiencia personal de encuentro con el que está Vivo? Obsesionados sólo por la razón, ¿no nos estamos convirtiendo en seres insensibles, incapaces de escapar de una red de razonamientos y que nos impiden captar  llamadas importantes de la vida? ¿Tenemos esas experiencias de encuentro reconciliador con Cristo en donde encontramos esa paz que recompone el alma y lleva a una existencia más clara y transparente? ¿Tenemos habitualmente ésa certeza creyente de que el que murió en la cruz vive y está  próximo a nosotros? ¿Hemos experimentado nunca que Cristo resucita hoy en las raíces  mismas de nuestra propia vida? ¿Hemos experimentado en algún momento que algo se conmovía interiormente en nosotros ante Cristo; que se despertaba en nosotros la alegría, la seducción y la ternura y que algo se  ponía en nosotros en seguimiento de ese Jesús vivo?

Muchas preguntas, sin duda, para la conversación con el Señor éste domingo de la misericordia.

A veces somos demasiado críticos, atentos sólo a la voz de la razón y sordos a cualquier otra llamada, a la llamada de la comunidad. Tomás, a pesar de la duda, de la arrogancia, del posible  enojo, permanece en la comunidad, pues regresa ocho días después y está con ellos, y eso le vale la experiencia del encuentro con el Señor resucitado ■




[1] J. A. Pagola, Buenas Noticias, Navarra 1985, p. 285 ss.
[2] La parroquia es una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio’ (Código de Derecho Canónico, can. 515, 1)

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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