Por qué un hombre inocente, un hombre que había vivido de una manera sencilla,
que era amigo de todos, que estaba siempre junto a los enfermos y débiles
termina de ésta manera? Nunca había retrocedido cuando se trataba de defender
la verdad y la justicia, la causa del Reino. Nunca hizo concesiones ante el
amor apasionado por Dios y por los hombres, aunque sus contradictores invocaran
leyes religiosas. Nada le apartaría del amor de Dios. Ni siquiera la muerte.
¡Crucifícalo,
crucifícalo! Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tienen que morir, porque
se ha declarado Hijo de Dios. ¿Cuál es esta
ley? ¿No será acaso la ley que imponen los fuertes? ¿No es la ley que defiende
los intereses de los poderosos? Conviene
que muera un solo hombre por el pueblo, había dicho Caifás, y podemos
añadir nosotros, antes que el pueblo descubra la hipocresía de muchas palabras
y gestos que dicen defender la paz, el bien, el orden y la cultura y que, en
cambio, es sólo la defensa de unos privilegios o el afán de dominio sobre los
demás.
Tomaron a
Jesús, y él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado "de la Calavera… ¿Cómo es posible? Bendecía a los niños, decía que era
necesario poner la otra mejilla, perdonar setenta veces siete, compartir los
panes y los peces fraternalmente....
Mirad el
árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo… En la liturgia de hoy, Viernes Santo, adoraremos el árbol
de la cruz, árbol inmenso que une el cielo y la tierra, árbol que tiene sus
raíces en nuestro mundo, en esta tierra a veces reseca y pedregosa, a veces
empapada de agua fecunda. Cristo es el árbol que da cobijo y arraiga en tanta
personas que son capaces de darlo todo por los demás, sea en servicios humildes
a la familia, en el trabajo, en responsabilidades sociales o profesionales, sea
como mártires en países en los que los derechos humanos están muy lejos de ser
respetados. Un árbol inmenso que lleva en su tronco las marcas de tantos
sufrimientos, tantos oprobios a la dignidad humana, un árbol que tiene la
fuerza de la vida en su interior, que se eleva tocando con sus hojas el sol de
la esperanza.
Nuestra cruz, la cruz de Jesús, es una cruz que nos
conduce a la gloria, que ya es un signo de victoria porque sabemos que el amor de
Dios que da vida, está ya presente en esta cruz. Porque sabemos que la corona
de espinas que le colocaron los soldados, expresaba la profunda verdad del amor
de Dios, la verdad del supremo valor de la vida humana y de toda la naturaleza.
Este es el misterio profundo del Viernes Santo: la
contemplación y la adoración del Hombre-Dios crucificado que lo ha dado todo y
se ha humillado hasta el extremo, para que nosotros nos demos cuenta del fango
del pecado que hay en nosotros y en nuestro mundo y, con Él, nos levantemos
para ser fieles a la Vida. Él libró de Egipto al pueblo de Israel y le condujo
hacia la Tierra Prometida, y este mismo pueblo le lleva ahora al patíbulo de la
cruz. Nosotros también nos hemos comportado así: El, por el bautismo y a lo
largo de nuestra vida, nos conduce hacia el bien y la verdad y nosotros, a
menudo, nos alejamos hacia el individualismo y el olvido de los demás.
Hoy, la adoración de la Cruz y la participación en la
Eucaristía tendrán esta profunda unidad: comulgar en Cristo significará
sentirnos identificados con Aquel que se da para ser vida y alimento para los
demás. No es ya el recuerdo de un hecho histórico lejano. También, hoy, Cristo
sufre y muere en tantos hermanos nuestros de todas las partes del mundo,
víctimas del hambre y la violencia. Nosotros con El, estamos dispuestos a hacer
crecer el árbol de la esperanza, del consuelo, de la solidaridad, el árbol que
conduce a la vida por siempre ■