IV Domingo de Cuaresma (C)


Decía Charles Péguy[1] que todas las parábolas son hermosas y grandes, pero que con ésta, millares y millares de hombres han llorado. Es verdad.

Los fariseos y los escribas criticaban a Jesús porque acogía a los pecadores y comía con ellos. Jesús, entonces, contó esta parábola que más que del hijo es la parábola del amor del Padre. Es una historia de amor. Hay que leerla, contemplarla y guardarla en el corazón. Dios es Padre misericordioso y ama a todos sus hijos sin medida. Pero los hombres, ¿serán hermanos?... Al final de la parábola queda ese gran interrogante. El hermano mayor, el que se creía bueno y cumplidor, ¿será hermano, se dejará convencer y entrará en la alegría del padre? No lo sabemos. La parábola no termina. A cada uno le toca poner la conclusión, o mejor dicho: a cada uno toca entrar a celebrar la fiesta.

Esta parábola, aparte de ser una joya literaria, es como un fogonazo que ciega y entusiasma; una pintura en claroscuro que revela especialmente dos cosas: la miseria y la misericordia; lo que hay en el corazón del hombre y lo que hay en el corazón de Dios; la inmensa negrura del hombre y la infinita luminosidad de Dios. Dos polos que se atraen, un abismo llama a otro abismo: la miseria y la misericordia, la mezquindad y la generosidad, el vacío y la plenitud, la tristeza y la alegría desbordante.

El primer personaje es el hijo que reconoce su error. Tenemos siempre el peligro de saltarnos este primer paso: reconocer el pecado que hay en nosotros. Un pecado personal, pero también social, comunitario (del que todos somos responsables). La parábola nos dice, sin embargo, que no basta este reconocimiento: después de aceptar como vana la ilusión de hallar la felicidad lejos de Dios (de su bondad, de su justicia, de su amor...) es necesario emprender el camino hacia el Padre. Es el camino de la conversión. Porque la conversión es algo más que reconocerse pecador: es emprender el camino que lleva a la vida.

El segundo personaje es el primer actor, el protagonista. Porque para emprender el camino de conversión se requiere fe, esperanza. Que no se basan en nosotros. Es Dios quien hace posible este camino hacia la vida. Si no creemos en este amor del Padre, en su perdón siempre renovado, en su ofrecimiento constante de vida, no hay nada a hacer. Los cristianos tenemos una imagen muy pobre de Dios. Pensamos que nos está anotando todos y cada uno de nuestros errores para pasarnos al final la factura, cuando en realidad Él nos sigue esperando lleno de paciencia. Si emprendemos el camino hacia Él, irá madurando nuestra fe, porque Dios irá penetrando nuestra vida. Lo que era, quizás, sólo temor, se convertirá en comunión, que es lo que quiere el Padre. Una comunión que se expresa en la gran fiesta que el Padre organiza. Magnífico símbolo de la plenitud de vida –del pleno cumplimiento de los anhelos humanos- que es aquello que denominamos voluntad de Dios.

El tercer personaje es el hijo mayor que nunca ha dejado la casa del Padre, aunque no haya sabido entrar en comunión con El (¿de qué le ha servido el meticuloso cumplimiento de las normas?). Por ello no sabe recibir al hermano, no entiende que el Padre organice la fiesta. ¿No actuamos así con mucha frecuencia? Nadie le podrá acusar de escándalos y libertinajes, pero no ha sabido comprender al Padre aunque viviera en su casa. No es un hombre abierto a la fiesta como el Padre, no sabe acoger, no sabe amar. También él, como su hermano, debe emprender el difícil camino de la conversión.

La liturgia de éste domingo es una invitación maravillosa al encuentro personal con Dios y con uno mismo, y también al sacramento de la Penitencia, a reconocer el pecado, a confiar en el perdón, camino de conversión. Toda reconciliación es un acontecimiento gozoso. Por eso, en la parábola, el abrazo entre el padre y el hijo se corona con un banquete festivo. Al leer este pasaje de la parábola todos estamos pensando en la Eucaristía. Porque, efectivamente, ésta, entre otras cosas, es un banquete de reconciliación. Cuando el Señor nos admite a su mesa para compartir el banquete del Reino, está poniendo de manifiesto la amistad recuperada y el amor rejuvenecido. El gesto reconciliador de la penitencia culmina en la Eucaristía. La admisión al banquete es un signo eficaz del perdón que Dios otorga al hijo arrepentido ■


[1] Filósofo, escritor, poeta y ensayista francés, considerado uno de los principales escritores católicos modernos.

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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