Cuando alguien nos pregunta –o nosotros mismo, en nuestra reflexión, nos
interrogamos sobre quiénes somos- sobre nuestra identidad como cristianos, la respuesta
no llega rápidamente ¿Nos cuesta definirnos porque nos cuesta reconocernos?
¿Tardamos en formular lo específico de nuestro ser cristiano porque dentro
nosotros mismos no hay cierta claridad?
El Evangelio de hoy –la pesca milagrosa-, al presentarnos
la (maravillosa) relación que existe entre Pedro y Jesús, nos ofrece una imagen
elemental de lo que es y caracteriza
a un discípulo de Jesús.
El primer rasgo es que el discípulo es el hombre que ha
puesto una confianza absoluta en Jesús. Es alguien que se ha fiado plenamente
de su mensaje. Habiéndolo encontrado, siguiéndolo poco a poco y sin
reticencias, reflexionado sobre su modo de ser y obrar, confrontando las
palabras de Jesús y su vida, poniéndose a hacer lo mismo que Él y como Él.
Aquel que confía en el Señor entra entonces en una aventura peligrosa y, a
primera vista, ridícula. Algo que contradice el sentido común ¿A quién, con
sentido común, se le puede ocurrir decirle a un pescador, que sabe bien su
oficio y que conoce bien las horas y el lugar de la pesca, que lance las redes
en pleno mediodía?
Esa entrada de Jesús en nuestro propio terreno, allá
donde nos creíamos competentes y seguros –esta vida, nuestra buena vida, esta
barca, nuestro oficio y nuestro amor, nuestros amigos y nuestro dinero, nuestros
medios de formación, éxito, reconocimiento social, etc.- nos pone
necesariamente en crisis. Como Pedro, estábamos hechos para nuestro “mar
familiar”, para nuestro ambiente bien dominado, y de repente Él viene a
sacarnos de ahí. Viene a criticarlos con su verdad definitiva y es entonces que
nos damos cuenta que sabemos poco de aquello en que nos considerábamos expertos.
Sí, con el Señor se rompen nuestras redes, y nuestra barquita
llena de razonamientos correctos es
incapaz de aguantar tanta pesca de verdad. Cuando bajo ese sol implacable todo
se nos cae, como Pedro, es el momento de decir Apártate de mí, Señor, que soy un pecador, para escuchar la voz de
Jesús: No temas, desde ahora serás
pescador de hombres. Ahí, en esa frase, está el tercer y último criterio de
los que nos llamamos seguidores de Jesús: ir a los demás, salir a su encuentro,
llevarles algo de ese descubrimiento personal, sacarlos con nuestra propia vida
de sus horizontes, ampliar su esperanza y acompañarlos en su tarea de hacer un
mundo más reconciliado, más alegre, más justo. Pero ¡ojo! No desde un “yo sí
tengo formación y por tanto te voy a ayudar a ti, llevado siempre por tus más
bajas pasiones” sino desde un “vamos, caminemos juntos a la luz del Señor”,
cosa bien distinta.
Lo que hacemos, y por qué lo hacemos, brota de nuestro
ser de seguidores de Jesús. Hace años lo decía Henri de Lubac de una forma
estupenda: “¿Cómo presentar el cristianismo? Una única respuesta: tal como lo veis”[1].
¿Cómo presentar a Cristo? Como lo amamos. ¿Cómo hablar de
la fe? Según lo que ella es para nosotros. Así, hoy, ¿estamos en disposición de
llamarnos seguidores de Jesús? ■