Cada uno de los elementos de la liturgia de éste día nos invita a reconocer
nuestra debilidad. ¡Cuánta distancia hay entre nosotros y el Evangelio, entre
nosotros y la vida de fidelidad totalmente vivida al lado del Señor! Hoy, si
volvemos la mirada sobre nosotros mismos, sobre nuestra manera de vivir, sobre
nuestra manera de actuar, quizá broten desde lo más hondo de nuestro corazón las
palabras del salmo: Misericordia, Dios
mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi
delito, limpia mi pecado[1].
El Miércoles de Ceniza nos invita a ser
sinceros con nosotros mismos. Si nos ponemos ante Dios no podremos gloriamos de
nada. ¡Cuánto nos dominan nuestros deseos y nuestros intereses! ¡Cuántas ganas
tenemos de imponer nuestro criterio y nuestra voluntad! ¡Qué poca capacidad de
renuncia (de dinero, de tiempo, de tranquilidad) para el servicio a los demás!
¡Qué poco nos esforzamos por comprender a los que no son o piensan como
nosotros! ¡Cuántos esfuerzos por aparentar lo que no somos!
Y al mismo tiempo la liturgia nos invita también a no
quedarnos encerrados en nuestra sinceridad. Si hoy sólo nos dedicáramos a mirar
nuestras vidas para darnos cuenta de nuestros fallos y nuestra oscuridad,
quedaríamos destrozados. Reconocer la propia infidelidad es a la vez levantar
los ojos a Dios con toda confianza, con toda la fe: ¡Misericordia, Dios mío, por tu bondad!
Este miércoles es un buen momento para reconocer nuestro
pecado y mirar hacia Dios; para reafirmar nuestra confianza en Su amor. El
gesto de la imposición de la ceniza será esta señal de reconocimiento, será
como decir: somos débiles, somos pecadores, no acabamos de salir de esta
situación, de este estado. Pero no será decírnoslo a nosotros mismos, ni decir que
no hay nada que hacer. Será decirlo ante Dios. Y decirlo y reconocerlo ante Dios
es decir y reconocer que en Él está el perdón, la vida, la salvación, el amor
inagotable. Así, todo esto se convierte entonces en un gran empuje para
avanzar, para caminar.
El evangelio habla constantemente de esto: dar de lo
nuestro a los que lo necesitan; orar, acercarnos a Dios con todo nuestro ser;
nos ha dicho que tenemos que ayunar, que tenemos que renunciar a tantas cosas,
y que todo eso lo tenemos que hacer no para que nos vean y nos feliciten, sino
por fe, por amor, por deseo de caminar con Dios nuestro camino[2].
Que tengamos hambre de Jesús, que lo busquemos en lo
profundo de nosotros mismos con sencillez. Y que al mismo tiempo, esa búsqueda se
convierta en una purificación de nuestra vida, de nuestro criterio y de
nuestros comportamientos así como en un sano cuestionamiento de nuestra
existencia.
Permitamos que la Cuaresma entre en nuestra vida, que la
ceniza llegue a nuestro corazón, y que la penitencia transforme nuestras almas
en almas auténticamente dispuestas a encontrarse con el Señor ■
[1] Se trata del célebre salmo 51 o Miserere, la Biblia de
Jerusalén le pone a este sencillo titulo (Miserere),
palabra con la que comienza el texto latino. La introducción al salmo,
versículos 1 y 2, dice: «Salmo de David, cuando el profeta Natán lo visitó después
de haber pecado aquél con Betsabé». Este salmo penitencial tiene un estrecho
parentesco con la literatura profética, sobre todo con Isaías y Ezequiel. Dios,
totalmente puro e íntegro, al perdonar, manifiesta su poder sobre el mal y su
victoria sobre el pecado (v. 6). El v. 7 nos recuerda que todo hombre nace
impuro, y por ello inclinado al mal, Gn 8,21; aquí se alega esta impureza
fundamental como circunstancia atenuante que Dios debe tener en cuenta. La
doctrina del pecado original quedará explícita en Rm 5,12-21, en correlación
con la revelación de la redención por Jesucristo. En el v. 16 se ha querido ver
a veces una alusión al asesinato de Urías por orden de David, 2 S 12,9. También
se ha leído allí la expresión de la muerte prematura del malvado como castigo
por los pecados, según la doctrina tradicional. En el v. 20, al regreso del
destierro, se espera, como señal del perdón divino, la reconstrucción de las
murallas de Jerusalén. Y el v. 21 es una precisión litúrgica añadida más tarde:
en la Jerusalén restaurada se dará todo su valor a los sacrificios legítimos,
es decir, oficialmente prescritos. Para Nácar-Colunga el título de este salmo
es Confesión de los pecados y súplica de perdón. Es un verdadero acto de
penitencia, que según una tradición brotó del corazón y de los labios de David,
cuando Natán le reprendió por su pecado. Los versículos 20 y 21 son una
adición, hecha después de la cautividad, para adaptar el salmo al estado del
pueblo y a sus necesidades de entonces. En el Miserere, el salmista, consciente
de su culpabilidad, apela a la benignidad divina. Ya al nacer está envuelto en
una atmósfera de pecado porque «pecador me concibió madre» (v. 7). No hay
alusión al pecado original, sino a la pecaminosidad inherente al hecho de ser
fruto de un acto carnal, que en la mentalidad hebrea implicaba una impureza
ritual.]
[2] J.
Lligadas, Misa Dominical 1992, n. 3.