Un extraño evangelio el de hoy. Lo de la higuera se entiende; pero lo otro...
Es un hecho que la gente comentaba. Tal como nosotros hablamos de aquel accidente,
o del reciente meteorito. El caso es que unos galileos (de la tierra de Jesús)
estaban en el templo de Jerusalén ofreciendo un sacrificio de animales, cuando
la autoridad romana irrumpió violentamente (no se sabe por qué) y mató a
algunos. Realmente, un hecho para ser comentado: ¿por qué Dios había permitido
aquellas muertes? ¿Qué pecado oculto habían cometido para ser castigados de ese
modo? Siempre ha habido la creencia de que las desgracias son un castigo de
Dios. Y este castigo tan extraordinario alguna explicación debía tener[1].
Y el Señor insiste a raíz de los comentarios de la gente:
¿Pensáis que esos galileos eran más
pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no. Por
tanto, cuando nosotros hacemos preguntas como éstas: "¿Por qué Dios me ha
castigado con esta enfermedad? ¿Qué mal he hecho yo? ¿Por qué Dios ha permitido
(o ha enviado) esta muerte, precisamente a aquella familia tan buena? ¿Por qué
Dios esto? ¿Por qué Dios aquello?... Cuando hacemos preguntas quizá no caminamos
por buen camino, y es que el Señor añade: Si
no os convertís, todo pereceréis de la misma manera y cambia todo el
planteamiento, es como si dijese: no tenemos que preguntar: ¿por qué Dios
permite estas cosas? sino: ¿qué me dice a mí este hecho? O, mejor todavía: ¿Qué
me dice Dios a mí? ¿Qué me pide, desde este hecho? Y esto vale para toda clase
de hechos, grandes o pequeños; no es preciso que sean extraordinarios.
De los dos casos del evangelio de hoy, Jesús saca esta
conclusión: Si nos os convertís, todos
pereceréis de la misma manera. Es decir: Si no hay una apertura real y
sincera a Dios y a su Reino, el final es destrucción. Esto Jesús lo decía a un
pueblo cerrado, que no daba fruto. Por esta razón añade la parábola de la
higuera. Y no la comenta, porque ya está bastante clara: Dios tiene paciencia,
espera un año y otro, confía en que cambie: cavaré
alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto".
Estamos en el tercer domingo de Cuaresma, un tiempo de gracia, una llamada a la
conversión: a ser cristianos de verdad, a centrar nuestra vida en
Jesucristo, a tenerlo como punto de referencia, a escucharlo y a hacerle caso.
¿Lo hacemos? ¿O nos limitamos a ser –con perdón- calientabancas.
En la primera lectura hemos escuchado el impresionante relato
de la vocación de Moisés: la llamada de Dios, la experiencia del Dios liberador:
Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de
Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob... He visto la opresión de mi
pueblo de Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus
sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta
tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y
miel.
A partir de este momento, Moisés será otro hombre.
Emprenderá un nuevo camino: del desierto a Egipto, de Egipto a la tierra
prometida. Un largo camino, con acontecimientos de toda clase. No siempre será
fiel en todo. Pero se recobrará cada vez y seguirá adelante. Desde ahora,
Moisés es Moisés[2].
La experiencia de Moisés, el ejemplo de los israelitas
que salieron con él de Egipto y las palabras de Jesús en el evangelio deberían,
vamos a decirlo así, espolearnos hoy a mantener la
atención y el esfuerzo para los siguientes domingos. El Señor nos alimenta con
la eucaristía para que tengamos energías para continuar nuestro camino ■
[1] Los
mismos discípulos preguntaron a Jesús cuando se encontraron un día con un ciego
de nacimiento: "¿Quién pecó: éste o sus padres, para que naciera
ciego?" Hacía falta una explicación, porque nacer ciego es algo muy duro.
Jesús les contestó: "Ni éste pecó ni sus padres, sino para que se
manifiesten en él las obras de Dios".
[2] J.
M. Totosaus, Misa Dominical 1992, 4