Las tentaciones en el desierto que hoy escuchamos en el evangelio de la misa son
como el prólogo de la misión pública
de Jesús. La prueba, pues, tanto para Jesús, como para nosotros viene del
desierto. O en menos palabras: toda aventura espiritual pasa necesariamente a
través del desierto.
El desierto es la gran prueba de la provisionalidad, de
la precariedad. La gran prueba del silencio. El desierto es el lugar donde la realidad es despojada de las
apariencias, purificada de lo efímero y reducida a lo esencial, a lo
indispensable. En el desierto uno se encuentra frente a un cielo sin
límites, frente a la arena y sobre todo frente a uno mismo. Nada más. Hay un
gran silencio roto solamente a ratos por una ligera brisa. Los árabes dicen que
(esa suave brisa) es “el llanto del desierto que quisiera ser verde". En
el desierto el hombre se ve obligado a encontrarse consigo mismo. Por eso el
desierto fascina y asusta. Es la tierra de la gran soledad, y el hombre,
instintivamente, tiene miedo a este cara a cara consigo mismo. La esencia del
desierto es la ausencia de hombres, ayuno de encuentros, abstinencia de
presencias"[1].
Y precisamente ese “cara a cara con uno mismo” es la
puerta de entrada para una relación cara a cara con Dios. El hombre sabe que
vivir en el desierto no significa solamente vivir sin los hombres, sino vivir
con Dios y para Dios[2].
El desierto entonces se convierte en lugar del encuentro con Dios. Una presencia
cierta, pero escondida, secreta.
El desierto es el lugar de la liberación. Pero el
"programa de la libertad" no es una lista de facilidades, de
privilegios. Es una manera de vivir exigente, ardua, que se realiza en un clima
de austeridad por caminos no precisamente fáciles. Dios se hace seguridad, pero
a condición de que el pueblo pierda sus seguridades habituales, sus pequeños conforts. Para quien camina por el
desierto es obligatorio contentarse exclusivamente con Dios. Dios debe ser
todo.
La gran prueba del
desierto, en definitiva, es la prueba fe. Sin fe no se puede vivir en el
desierto.
Este domingo –el primero del tiempo de Cuaresma- salta
rápidamente la pregunta: ¿qué son, en concreto, las tentaciones de Jesús en el
desierto y qué tienen que ver conmigo? Las tentaciones representan el intento,
por parte de Satanás, de desviarlo del camino de fidelidad a Dios. Un camino que pasa a través de la
ocultación, la debilidad, la humillación y la cruz. Satanás propone a Jesús
tres atajos para evitar aquel camino incómodo.
El atajo de la popularidad fácil, obtenida reduciendo la
salvación a la sola dimensión económica o social (social en el sentido de vida
social). El atajo del poder, y el atajo del triunfo espectacular, de la
instrumentación de la fe y de la religión para fines particulares, personales.
Y el Señor rechaza las tres. Y al hacerlo nos enseña a
rechazar esa afición por el poder y los bienes naturales por sí mismos; a
rechazar el deseo de dominar a los demás[3].
Es bueno volver a leer el texto y con él hacer una
lectura de nuestra realidad, y ver cuáles son nuestras tentaciones hoy. La
primera es la increencia, hacer nuestra vida sin contar con Dios. Así se cortan
de raíz todo mal y toda tentación, porque si Dios no existe todo está
permitido. La segunda es pensar que sólo de pan vive el hombre –lo económico- y
que ahí esta nuestra felicidad. La tercera es ese dominio sobre los demás, y
cuando es el terreno espiritual, aún más terrible.
Empezamos hace pocos días el tiempo de Cuaresma. En estos
cuarenta días vamos a ser (alegremente) probados por Dios. Serán días en los que cada uno, en
la soledad del desierto de su responsabilidad, hemos de responder a la palabra de Dios… y vencer las
tentaciones. El tiempo de la gracia es
el tiempo de la decisión, pero el tiempo de la decisión es también siempre
el tiempo de la tentación ■
[1] La idea es de Enzo Bianchi religioso y escritor italiano fundador de la
célebre Comunità monastica di Bose según el estilo de vida cenobítica adaptado
a los tiempos actuales. Bianchi se ha especializado en Sagrada Escritura en el
Instituto Bíblico de Roma; es además autor de numerosos libros de exégesis y
espiritualidad.
[2] La idea es de S. Bulgakov, teólogo, filósofo y economista ruso. En 1922
fue expulsado de su patria por su resuelta oposición al comunismo en el llamado
Barco filosófico junto con Nikolái Berdiáyev y otros intelectuales rusos.
Bulgákov desarrolló su teología sobre la sofiología. La «sophía» es aquella
realidad intermedia entre Dios y la creatura. Es la presencia de lo divino en
lo creatural. La esencia de la Iglesia es ser el punto de unión entre la sophía
divina y la sophía creada. La Iglesia es la «Sophía», aquella es el sinergismo
que une el cielo y la tierra. Su visibilidad es sacramental. Las celebraciones
de los sacramentos justifican histórica y mistéricamente la existencia de la
jerarquía. El Espíritu Santo anima a toda la Iglesia, clero y laicos: es en su
sinfonía que Él hace oír su voz y da enseñanzas y directivas; no existen
órganos especiales o de signos seguros. Buscarlos sería dar prueba de un
"fetichismo eclesiástico".
[3]A.
Pronzato, El Pan del Domingo. Ciclo C.
Edit. Sígueme, Salamanca 1985, p. 44