Las palabras de María, la Virgen - no tienen
vino- que Juan recoge en el evangelio que acabamos de escuchar ¿qué puede
significar? A lo largo de toda la
Sagrada Escritura hay expresiones similares:
ya no nos queda aceite, y nuestras
lámparas se apagan[1]:
es la misma situación de apuro y de imprevisión, también en esta fiesta de bodas,
semejante es la de los discípulos: no
tienen suficiente pan[2].
En estos momentos –y en muchos más- el hombre aparece
carente, pobre, y, por lo mismo en un ambiente que contrasta con la esperanza
de un amor sin sombras. Allí donde se esperaba que la plenitud del amor, de la
fiesta nupcial, del estar juntos escuchando la Palabra y se produjera una
felicidad plena y sin fin, resulta que de repente algo falla, se agotan los
recursos, y las cosas empiezan no ir bien.
La fiesta de bodas que sin duda había empezado muy bien
está a punto de convertirse en una gran desilusión. Aquel hombre y aquella
mujer no tienen suficiente vino. Lo habían planeado todo ¡tan bien! Pero algo
sucede, y las cosas cambian.
Hoy sucede lo mismo. El hombre y la mujer se sienten
llamados al amor, sienten que es una vocación de la que no pueden prescindir y,
sin embargo, experimentan la incapacidad de amar. Es verdad que no siempre se
tendrá la valentía de reconocerlo así (“somos incapaces de amar”), pues resulta
demasiado duro, demasiado radical; se echará la culpa más bien a los
malentendidos, las ambigüedades, los nerviosismos, el cansancio, el desgaste de
la vida diaria, las diferencias de carácter, etc. Sólo raramente se llegará a
ésa pregunta radical: “Pero yo, ¿soy de veras capaz de amar?”
En el fondo de la existencia humana, cada uno de nosotros
llamados a amar, ¿somos capaces de amar verdaderamente? Nuestras reservas de
amor, de paciencia, nuestras provisiones de vino, de aceite, de pan, ¿son
suficientemente consistentes como para durar toda una vida? Cuántas veces se
repite el grito: “¡Ya no tengo ganas; estoy cansado; mi lámpara se apaga!”
Quizá tengamos cerca una persona como María, que lo dice
porque ya se ha dado cuenta, “No tienen vino”. No aguantamos más.
Afortunadamente nos queda la Eucaristía. La Eucaristía es
la transformación del agua en vino, de la fragilidad del hombre en vigor y en
sabor. Es el don del Espíritu, el único que nos da la certidumbre de ser
capaces de amar. La Eucaristía es la
fuerza que alimenta toda forma de amor que crea unidad: el amor que crea unidad
en el noviazgo, el amor que crea unidad en la vida matrimonial, el amor que
crea unidad en la comunidad, en la Iglesia, en la sociedad. La Eucaristía es la
manifestación de la potente gloria de Dios.
Somos hombres y mujeres que en algún momento de nuestra
vida lo único que tenemos es un chorrito (sic)
de agua incolora, inodora e insípida, y necesitamos de la plenitud del Espíritu
que nos transforme, sólo así nuestro
amor será profundo y fuerte, no únicamente entusiasmo, primer proyecto,
primeras experiencias, sino fuerza duradera para toda la vida. Por eso la
Eucaristía se nos presenta como aquel Jesús que, atrayéndolo todo hacia sí
desde la cruz nos da la capacidad de ser nosotros mismos[3] y
de vivir con un amor que crea unidad ■