Jesús de Nazaret, iluminado…,
con él avanza el coro de elegidos;
y yo soy uno de ellos por su gracia,
en él me arrojo, hallazgo de mí mismo.
Y ahora yo lo canto y lo celebro,
ahora que me vivo en él unido,
porque es la espera germen de presencia,
y ya el futuro es hoy, en él transido.
Jesús era por dentro profecía,
y su confianza en Dios era el latido;
su vida en oblación, su parusía,
del triunfo de su Padre vivo signo.
Vivir divinamente es ser humano,
rompiendo la barrera en que me aflijo,
y echando en Dios zozobras y cuidados,
creyendo hasta la entraña que soy hijo.
Aquel día y la hora nadie sabe,
ni el Primogénito, su amado Cristo;
acepto yo, mi Dios, la oscuridad:
tu luz sea mi fe y mi sacrificio.
¡Señor de paz y premio de los justos,
a tus amantes manos me confío:
a ti la gloria, a ti lo que yo anhelo,
a ti mi adoración, oh Dios altísimo! Amén ■
Este Himno espiritual
quiere avanzar por esa senda de la fe. Cuando yo me olvide y Dios me invada,
entonces sí seré quien soy en mi íntima verdad. Por eso, la muerte nos traslada
al ser. San Ignacio de Antioquía (+110), escribió a los romanos: “...Mi partida
es inminente. Perdonadme, hermanos. No impidáis que viva; no queráis que muera.
No entreguéis al mundo al que quiere ser de Dios, ni lo engañéis con la
materia. Dejadme alcanzar la luz pura. Cuando eso suceda, seré un hombre.
Permitidme ser imitador de la Pasión de mi Dios” P. Rufino Mª Grández, ofmcap.