En El príncipe
destronado, la estupenda novela de Miguel Delibes se cuenta la reacción
del niño pequeño de una familia burguesa que, ante el nacimiento de un nuevo
hermanito, se rebela porque que se siente desplazado, es un príncipe destronado.
Intuye que, en adelante, los mimos han cambiado de heredero[1].
En el evangelio de hoy vemos que Juan tiene una reacción muy
parecida: Maestro, hemos visto a uno que
echaba demonios en tu nombre (…) y no es uno de los nuestros. Se sentía,
por lo visto «príncipe destronado». Sorprende esta actitud de Juan, cuando con
toda seguridad había oído al Maestro decir que su padre dejaba caer el sol y la lluvia sobre los buenos y sobre los
malos[2]
¿Qué le sucedía a Juan aquel día? ¿Qué nos pasa a nosotros? Porque resulta que
no se trata de un caso aislado. Es una constante en el hombre y aún más en el
cristiano. Por una parte, soñamos con un mundo en el que instauremos todas las
cosas en Cristo, pero luego, intoxicados por un virus –mezcla de celos y
envidia- ponemos peros y dificultades a quienes se disponen a trabajar en la
viña del Señor.
La primera lectura trata de lo mismo: Josué, quiere prohibir
a Eldad y Medad que profeticen, aun cuando el
Espíritu había bajado sobre ellos. A lo largo de todo el Nuevo Testamento encontraremos
más de lo mismo: el hermano del hijo pródigo que se molesta cuando el otro regresa
a la casa del padre[3]. Los
que están en casa de Simón el fariseo y critican a aquella pecadora que lloraba
sus pecados a los pies del Señor[4].
Los jornaleros de la primera hora, otro tanto de lo mismo: se quejaban al dueño
de la viña porque les había dado un denario como a los últimos[5].
Hoy, veinte siglos después, los cristianos continuamos viviendo
una tristeza mala, motivada por algún éxito de los demás, por sus aciertos
pastorales. ¿De dónde nos vienen estas actitudes? ¿Es un individualismo
absorbente? ¿Afán de mando? ¿Envidia, quizá? Es preciso desarraigar de nosotros
esa cizaña y esforzarnos por trabajar en la tarea común del Reino que proclama
la Iglesia.
En épocas pasadas se cultivó una teología estrecha que
proclamaba duramente que «fuera de la Iglesia no hay salvación»[6].
Hoy sabemos muy bien que, además del bautismo de agua, hay en el hombre tantos
anhelos de verdad, de inmortalidad» y de Absoluto, que pueden ser, sin duda,
verdaderos bautismos de deseo.
El Concilio Vaticano II, en la declaración Nostra aetate, lo afirma infinitamente
mejor: «La Iglesia Católica ve con sincero respeto los modos de obrar y de
vivir, los preceptos y doctrinas (de otras religiones). Reflejan un destello de
la Verdad que ilumina a todos los hombres».
Conviene, con frecuencia, hacernos un chequeo del corazón,
con el médico ordinario y con el Médico divino. Hoy podemos examinar el nuestro
y ponerlo en sintonía con el de Jesús. La comparación con la actitud de Cristo
nos puede decir si tenemos un corazón mezquino o abierto. Si tendemos a pensar
que tenemos el monopolio de la salvación o a ver a los demás por encima del
hombro “porque no tienen medios de formación como los tengo yo” -¡ay frase
desafortunada!- ahí hay algo importante qué corregir. Deberíamos ser más
tolerantes, más abiertos, y alegrarnos de que se haga el bien y de que
prosperen las iniciativas buenas, aunque no se nos hayan ocurrido a nosotros,
aplaudir los éxitos de los demás, y reconocer que no siempre tenemos nosotros
toda la razón.
Cuenta la historia que las batallas de la segunda guerra
civil romana entre César y Pompeyo, éste, desconfiado y astuto, consideraba y trataba
como enemigos a todos los que no se manifestaban abiertamente como aliados
suyos, en cambio César, más generoso e inteligente, consideraba aliados suyos a
todos cuantos no luchaban contra él. Esta diferencia de talante y la historia
dieron la victoria a César sobre Pompeyo y desde luego trae a la memoria las
palabras del Señor en el evangelio de hoy: El que no está contra nosotros está
a favor nuestro.
La Iglesia, hermano mío, hermana mía, no puede pretender
el monopolio de Cristo. Sí. Leíste bien. Si te revolviste inquieto en tu
asiento regresa un momento, y lee la frase de nuevo. Cristo es más que la
Iglesia, y desborda las fronteras de ésta. Por eso, sin renunciar a la Iglesia,
debemos evitar servir de tropiezo a la buena gente que a su manera se inspira
en Cristo. Muchos hombres, justos según su conciencia, están con Cristo sin saberlo
porque no están contra Él.
En menos palabras: El
Espíritu de Dios sopla donde quiere[7] ■
[1] Miguel Delibes Setién (1920–2010) fue un novelista español y miembro de
la Real Academia Española desde 1975 hasta su muerte, ocupando el sillón
"e". Licenciado en Comercio, comenzó su carrera como columnista y
posterior periodista de El Norte de Castilla, periódico que llegó a dirigir,
para pasar de forma gradual a dedicarse enteramente a la novela. Gran conocedor
de la fauna y flora de su entorno geográfico, apasionado de la caza y del mundo
rural, supo plasmar en sus obras todo lo relativo a Castilla y a la caza. Se
trata por tanto de una de las grandísimas figuras de la literatura española
posterior a la Guerra Civil,
[2] Cfr. Mt 5, 44-45.
[3] Cfr. Lc 15, 11-32.
[4] Cfr. Idem 42:7-36.
[5] Cfr. Mt 20, 1-16.
[6] Esta afirmación, dice el
Catecismo de la Iglesia Católica (847) no se refiere a los que, sin culpa suya,
no conocen a Cristo y a su Iglesia: los que sin culpa suya no conocen el
Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e
intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios,
conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la
salvación eterna (Lumen Gentium n.16;
cf DS 3866-3872).
[7] Cfr. Jn 3, 8.