Los sacramentos han ido adquiriendo a lo
largo de los siglos un carácter [¿cómo decirlo sin que los más ortodoxos arqueen la ceja o se remuevan
en la silla?] más y más ritualizado,
hasta el punto de que a veces, llegamos a olvidar el gesto humano que está en
sus raíces y de donde arranca su fuerza significadora. Los cristianos llamamos
a la Eucaristía al recuerdo vivo –anamnesis[1]-
de la cena del Señor, y es así que hablamos de la mesa del altar, los manteles
¡la liturgia! pero, ¿en dónde queda ese gesto humano básico de comer juntos en
la experiencia ordinaria de nuestras misas? La Eucaristía hunde sus raíces en
una de las experiencias más primarias y fundamentales del hombre que es el
comer. El hombre necesita alimentarse para poder subsistir. No nos bastamos a
nosotros mismos. La vida nos llega desde el exterior, desde el cosmos, desde
Dios creador y providente.
Esta experiencia de indigencia profunda
y dependencia radical nos invita a alimentar nuestra existencia en el Dios
creador. Ese Dios amigo de la vida, que se nos revela en la persona de Cristo
resucitado como salvador definitivo de la muerte.
Humanos, no comemos sólo para nutrir nuestro
organismo con nuevas energías. Hay algo más. Estamos hechos para
comer-con-otros. Comer significa sentarnos a la mesa con otros, compartir,
fraternizar. La comida de los seres humanos es comensalidad, encuentro, fraternización. Pero, además, la comida
humana, cuando es banquete, encierra una dimensión honda de fiesta y ocupa un
lugar central en los momentos festivos más importantes. ¿Cómo celebrar un
nacimiento, un matrimonio, un encuentro, una reconciliación, si no es en torno
a una mesa?
Xavier Basurko se pregunta si no han
perdido nuestras eucaristías esa triple dimensión de alimento, fraternidad y
fiesta que, sin embargo, tienen arraigo tan hondo en nuestro pueblo. Y yo me
pregunto lo mismo.
Una celebración digna de la Eucaristía
nos invita y en cierta manea obliga a preguntarnos (1) de dónde estamos
alimentando nuestra existencia, (2) cómo estamos compartiendo nuestra vida con
los demás hombres y mujeres de la tierra, y (3) cómo vamos nutriendo nuestra esperanza
y nuestro anhelo de la Fiesta final[2],
así con mayúscula.
Y es que cuando uno vive alimentando su
hambre de felicidad de todo menos de Dios, cuando uno disfruta egoístamente
distanciado de los que viven en la indigencia, cuando uno arrastra su vida sin
alimentar el deseo de una fiesta final para todos los hombres, no puede
celebrar dignamente la Eucaristía, y mucho menos comprender las palabras del Señor:
El que come mi carne y bebe mi sangre
tiene vida eterna ■