Para san Pablo, el hombre que se ha
encontrado con Cristo es un hombre nuevo. Esta afirmación, en él, era una auténtica
realidad. De aquel fanático y turbulento no quedó nada; del silencio y del
retiro que siguió al encuentro con el Señor[1]
surgió otro hombre nuevo rumbo cambió definitivamente. Para aquel fariseo e hijo de fariseos[2]
ahora cristiano, casi nada tenía importancia; su jerarquía de valores se había re-acomodado profundamente, y por eso es
que se atreve a decir a los suyos que después de encontrarse con Cristo uno no
puede ir por la vida con la vaciedad de criterios que tienen los gentiles que no
conocían a Jesús.
Hoy vivimos rodeados de gentiles e inmersos
en un mundo que no quiere conocer a Jesucristo y entonces la consecuencia es
inmediata: la vaciedad de criterios se impone y hombres y mujeres se mueven por
criterios que no soportan el mínimo contraste: gozar y rápidamente, eso lo que
importa por encima de todo, por eso interesa tener dinero, poder, influencia,
categoría, belleza; placer inmediato e intenso. Hoy por hoy el ser ha sido desplazado por el tener. Hoy, quien tiene más dinero –y
sólo por este hecho- es más importante que el que no lo tiene. Los hombres y
mujeres que han alcanzado el máximo de todas estas cosas son los que aparecen
como paradigmas de la sociedad y son incluso los que marcan pautas de
comportamientos.
¡Qué actual es la carta de san Pablo a
los cristianos de Éfeso! ¿Cómo es
que hemos creado un mundo y una sociedad donde los más jóvenes se han vuelto incapaces
de encontrar en su vida un contenido transcendente? San Pablo nos presenta éste
domingo en una lectura que no es sencilla y que requiere de varias leídas
atentas el cristiano auténtico, el hombre que se ha dejado penetrar del
Espíritu y ha renovado su mentalidad; el del hombre que, como él, se ha
encontrado en el camino de la vida con Jesucristo y ha sacado de ese encuentro
una fuerza misteriosa.
En uno de ésos debates que se dan en
los muros del Facebook, uno que
profesaba de ateo preguntaba el otro día en qué se diferenciaba en la práctica un
hombre con fe de uno que no la tenía. La respuesta de un buen amigo fue
estupenda y la comparto aquí: «Para el cristiano –decía- el mundo es un lugar
de encuentro con los hombres –con todos- para intentar descubrir el gran
secreto del Reino de Dios; para el cristiano la vida no es para gastarla en sexo,
alcohol, drogas, poder, política (!) riqueza sino para vivirla serena y
profundamente en la alegría de la entrega a los otros hombres por cuyos
problemas se tiene el máximo interés; para vivirla encontrando en la familia el
sitio ideal del desarrollo y de enriquecimiento mutuo; para vivirla apurando al
máximo la dignidad profesional cualquiera que sea la que se ejerza»[3].
Sin embargo lo que debería preocuparnos
es que, después de veinte siglos de cristianismo alguien pueda preguntar –con
toda razón- en qué se diferencia prácticamente y diariamente un hombre
cristiano de otro que no lo es. La pregunta, y lo que tras de ella se esconde,
nos debería hacer reflexionar seriamente y sacar las consecuencias que se
deducen de ella.
Una de esas consecuencias, la
fundamental sin duda, es que somos cristianos de nombre pero que o bien no nos
hemos encontrado con Cristo o si lo hemos encontrado no hemos permitido que
transforme nuestra mentalidad, no se ha dado ésa metanoia, por decirlo con una palabra tan querida por los Padres de
la Iglesia[4].
¿Qué es ser cristiano entonces? Es
confiar en que la mejor forma de resolver el enigma de la vida es Jesucristo. Y
esta confianza nos impulsa a hacer y trabajar en el mundo, sin escapar del
mundo. No despreciamos ninguno de los valores de nuestra cultura, ninguno de
los adelantos de un mundo técnico y científico. Pero, como cristianos, no
aceptamos ser aplastados por ese mundo. Creemos en Cristo que el hombre sigue
siendo lo más importante, y que una cultura vale por los hombres que tenga, por
los hombres nuevos que sea capaz de engendrar. Jesús es el gran invento de
Dios. Es el signo de su amor. Es la fuente de la vida. Por aquí camina nuestra
fe ■
[1] Cfr Hechos 7:58-8:1; 9:1-19; 22:1-21; 26:1-23; Gálatas
1:13-24.
[2] Cfr Hech 23,6
[3] DABAR 1985, 40.
[4] Metanoia (del griego μετανοῖεν, metanoien,
cambiar de opinión, arrepentirse, o de meta, más allá y nous, de la mente) es un enunciado retórico utilizado para
retractarse de alguna afirmación realizada, y corregirla para comentarla de
mejor manera. Su significado literal del griego denota una situación en que en
un trayecto ha tenido que volverse del camino en que se andaba y tomar otra
dirección. Esta palabra también es usada en teología cristiana asociando su
significado al arrepentimiento, sin embargo y a pesar de la connotación que a
veces ha tomado no denota en sí mismo culpa o remordimiento, sino la
transformación o conversión entendida como un movimiento interior que surge en
toda persona que se encuentra insatisfecha consigo misma. En tiempos de los
primeros cristianos se decía del que encontraba a Cristo que había
experimentado una profunda metanoia.
La metanoia también es denominada por
la religión católica, como una transformación profunda de corazón y mente a
manera positiva. Hay teólogos que sugieren que la metanoia es un examen de toda
actividad vital y una transformación de la manera como se ven y aceptan los
hombres y las cosas. (Guardini, 1982:139)