Cuando dejaste la tierra, evidentemente subiste al cielo;
pero debo decir que antes no estabas excluida de los cielos, y que después, al
elevarte por encima de los coros celestiales, mostrándote muy superior a las
creaturas terrestres, no dejaste la tierra; en verdad, al mismo tiempo
embelleciste los cielos e iluminaste la tierra con una gran claridad, ¡oh Madre
de Dios! Tu vida en este mundo no se tornó extraña a la vida celestial; tu
tránsito tampoco ha modificado tus relaciones espirituales con los hombres. Por
eso, podemos estar bien seguros de que así como durante tu estadía en este
mundo permanecías junto a Dios, tu cambio respecto de la condición humana no ha
sido motivo para que abandones a los que están en el mundo. Todos oímos tu voz,
y todas nuestras voces llegan a tus oídos atentos; tú nos conoces cuando nos
socorres y nosotros reconocemos tu auxilio siempre magnífico, y que nada -hablo
de tu muerte- ha podido constituir un obstáculo para el conocimiento mutuo
entre tú y tus servidores» ■
San Germán de Constantinopla (alrededor del 634)