Quiza éste domingo podría servirnos como examen
de conciencia delante de la Palabra de Dios pensar si al oír su Palabra
nada se conmueve en nosotros o si no nos molesta en absoluto; si la encontramos
como muy normal... entonces, o la hemos tergiversado o estamos oyendo otra
palabra, pero no la de Dios. (O somos perfectos). Si, por el contrario, al
escuchar esa Palabra algo se remueve por dentro o de nuestra vida duele; si
descubrimos que todavía tenemos mucho camino por recorrer para hacer lo que nos
pide nuestra conciencia entonces en
medio del sufrimiento que siempre conlleva el reconocer nuestros pecados y
limitaciones, nuestros fallos y errores podremos alegrarnos porque no somos como
el pueblo rebelde que oye, pero no escucha; ese dolor que podemos llegar a
sentir será señal de que estamos despiertos deseando caminar el camino de Dios.
Y también porque junto con la denuncia, sentiremos el
abrazo cálido de Jesús que nos dice: Yo
estoy con vosotros, ánimo, que yo he
vencido al mundo[1];
y ésa es la garantía de que podemos lograrlo, de que podemos cambiar, de que
podemos transformarnos nosotros y podemos transformar nuestro mundo, o al menos
nuestro entorno.
A las personas de de Nazaret les pasó lo que a tantos:
que lo de Jesús estaba bien, y había que reconocer su doctrina y sus señales.
Pero ¿cómo aceptar su mesianismo si era un hombre como los demás? ¿Qué títulos
tenía? ¿Qué escuela de rabinos o qué instituto de pastoral había frecuentado?
Escandalizaba que Dios se hubiese hecho carne en Jesús –un hombre de pueblo-
como escandaliza hoy que Jesús viva en una Iglesia que, por humana, ha de ser
pecadora.
Dios esconde su infinitud y oscurece su divinidad, y el
hombre, en lugar de alegrarse (¿hay acaso un pueblo que tenga dioses tan cercanos
como lo estuvo nuestro Dios de nosotros?[2]),
rechaza la realidad el Mesías porque es uno más del pueblo cuya profesión y
familia todos conocemos[3].
Su falta de fe hizo que en Nazaret no ocurrieran
maravillas. Sólo curó a algunos enfermos
dice con cierto aire de tristeza el evangelio. ¿Qué milagros no hubiese hecho
el Señor en aquellos que tanto amaba, si su razón orgullosa no hubiera cerrado
los corazones a la fe? ¿Cómo podrían descubrir al Jesús-Señor si no aceptaban
al Dios-Siervo? Los habitantes de Nazaret, creyentes sin duda en el Dios de
Israel, necesitaban ver la humanidad de Jesús, no como el obstáculo que oculta
la divinidad, sino como la plataforma que Dios elegía para su manifestación:
Emmanuel, Dios-con-nosotros.
Los creyentes de hoy necesitamos superar lo que la
precariedad humana de la Iglesia pueda suponer de obstáculo para reconocer su
misión. El verdadero conocimiento de la Iglesia no termina con decir
"Iglesia, comunidad de pecadores", pero lo presupone. Don de Dios es
que seamos lo suficientemente humildes para descubrir en ella a la dadora de los tesoros de
Cristo ■